«Existen extraños lugares, así como existen extraños cerebros, extrañas regiones del espíritu; lugares elevados y miserables. En la periferia de las grandes ciudades, donde las farolas se hacen más escasas y los gendarmes van en parejas […] En estos lugares está el fin, el hielo, la fuerza, la nada…» (En casa del profeta / Thomas Mann)
Aquel viaje, en la víspera de Navidad, supuso el comienzo de muchas cosas extrañas, y de una doble vida, tan descabellada, que hoy Martin se pregunta si todo aquello no habría sido un sueño. Lo siguiente que recuerda, después de ser vestido por su madre con ropas de domingo (los mejores zapatos, jersey y pantalones, abrigo de paño y una bonita visera de charol), es que se encontraba en la sala de venta de billetes de la Estación del Norte de Astorga, cuando el alba despuntaba. Por la Avenida de la Estación “flotaba un ancho banco de niebla”, que porfiaba por penetrar en el interior…, y salir por la puerta de acceso al andén central, ensombreciendo la máquina de vapor y los vagones de madera. Entre uno y otro extremo se hallaba ese espacio diáfano, reservado para los viajeros de arribo y embarque; alguno de los cuales dormitaba en la anexa sala de espera. Además de la cola de viajeros impacientes, a la espera de que se abriera la ventanilla para la venta de billetes y asomara el rostro soñoliento del expendedor de billetes, nada sorprendente sucedía a los ojos de un joven muchacho…, hasta que, a un lado de la puerta con arco de medio punto, que da acceso al andén, descubrió la luz atrayente de un quiosco de prensa. Acostumbrado como estaba Martín a pasear la vista en los escaparates y, en ocasiones, a pegar la cara al cristal de las librerías de Astorga, buscando las últimas novedades en libros infantiles y tebeos, aquello resultó todo un hallazgo. Se acercó ensimismado para observar tan insólito tesoro, y hubiera estado así toda una eternidad, si no fuera porque se escuchó decir a través de la megafonía: “Pasajeros al tren”.
Su padre le cogió por la solapa y le dijo: “Vamos, está a punto de salir”.
Él no sabía muy bien a donde se dirigían, aunque su madre se lo había dicho el día anterior: “Vas a acompañar a papa en el tren, hasta Villafranca del Bierzo. Allí os espera una tía de tu padre, soltera y muy anciana, que está acogida en el asilo y que, antes de entregaros lo poco que tiene, desea despedirse del único familiar que le queda. También le ha pedido querer conocerte”. Al instante, «isócrono, maquinal, el tren corría insensible a las inquietudes de los dos viajeros» (La esfinge maragata / Concha Espina)
Durante el viaje, debió de quedarse dormido en más de una ocasión. Otras tantas, aburrido, salió al pasillo, para ver de pie el paisaje verde y umbroso, moteado por grandes manchas blancas. Había nevado la noche anterior en el altozano de Brañuelas, la puerta de entrada al Bierzo. De vez en cuando, cualquier viajero, ávido de echar un cigarrillo, bajada la ventanilla y un aire gélido, cargado de olor a humo negro salido de la locomotora del tren, entraba por la abertura. Era el momento de volver al asiento.
El regreso supuso para su padre una cartera con objetos de valor y, para él, un consejo, del cual nunca podría liberarse: «el tesoro está dentro de ti». No sabía muy bien lo que había querido decir aquella mujer de mirada dulce y bondadosa –encarnaba con naturalidad el espíritu de la navidad-, a la que creía haberle caído en gracia; hasta que al anunciarse la llegada a la estación de Astorga, algo debió de venirle a las mientes, pues, ante el asombro de su padre, Martín saltó del asiento del compartimento asignado, salió al pasillo del vagón de tercera clase y echó a correr hacia la puerta. Pero esto ocurriría más tarde.
Antes él era un niño feliz. Era un niño feliz en la ciudad del chocolate. ¡No hay muchas que tengan más fábricas de chocolate que librerías! Persuadido del carácter proteico de la literatura, estaba decidido a cambiar lo que en un “mundo feliz” sería el arma más poderosa (chocolate o juguete) por otra todavía mayor: la palabra. Con la propina del domingo…, y algún dinero que siempre aparecía de improviso entre semana, surgía el dilema de elegir entre un dulce-juguete o ahorrar para un nuevo libro. Cuando tenía lo suficiente, resuelto ya el dilema, corría a la librería Cervantes o El Progreso, luego de vaciar su hucha.
En ellas había un crisol donde crepitaba desde el humor trágico al drama humorístico, desde la novela histórica a la poesía, desde los clásicos teatrales y los no menos filosóficos…, todas obras de escritores laureados y, en definitiva, maestros del oficio literario que han dejado «la agonía y sudor de un espíritu humano para hacer algo que no estaba aquí antes…» (William Faulkner) Para aquellos de su edad, los Clásicos Juveniles de Bruguera eran los libros-tebeo más demandados. Recordaba algunos títulos con especial devoción, entre otros muchos: La isla del tesoro (R. L. Stevenson), Robinson Crusoe (Daniel Defoe), Moby Dick (Herman Melville), Los tres mosqueteros (Alejandro Dumas), Ivanhoe (Walter Scott), Aventuras de Tom Sawyer (Mark Twain), Oliver Twist o Cuentos de Navidad (Charles Dickens).
Aun así, no era el único de los jóvenes adolescentes que gastaban su dinero en aventuras escritas en páginas de papel. Ya fuera invierno severo o calima veraniega, la mayoría de los niños astorganos no faltaban a la cita semanal con sus sueños, prestos a identificarse con Jim Hawkins, David Copperfield o Tom Sawyer. ¡Todos estaban allí, para deleite suyo y formación cultural de sus mentes receptivas! Y, ahora, volvemos al momento en el que el tren arribó a la estación de Astorga. Retrocedemos al instante en que Martín “salió al pasillo del vagón de tercera clase y echó a correr hacia la puerta”.
Sin esperar a que su padre pudiera detenerle, saltó al andén y buscó raudo el quiosco de la estación. Enseguida, puso sus ojos en las obras literarias que estaban expuestas a la venta: La caída de la casa Usher (con el primer detective de ficción, Auguste Dupin, creado por Edgar Allan Poe), Escándalo en Bohemia (primera de Las Aventuras de Sherlock Holmes, el detective privado inglés creado por Arthur Conan Doyle; junto al doctor Watson, que vive cerca de la estación de tren de Paddington), Asesinato en el Orient Express (con Hércules Poirot, el pequeño detective belga creado por Ágata Christie, en 1934), y El hombre que miraba pasar los trenes (con Jules Maigret, el comisario de ficticio de la policía judicial francesa, creado por Georges Simenon, en 1938). ¡Todas obras de misterio e intriga!
Faltaban aun muchos días para la llegada de los Reyes Magos, pero él tenía in mente cual sería uno de sus regalos. La saga de adquisiciones seguiría a lo largo del tiempo con obras emblemáticas, como El espía que surgió del frio (escrita por el británico John le Carré, y publicada en 1963) y El nombre de la rosa (de Humberto Eco, publicada en 1980), dentro del género literario de la novela negra histórica, que no parece tener fin. Y aquí es donde quiero llegar, pues la mayoría de los jóvenes de su edad, en Astorga, y tal vez en muchas localidades con estación de tren, se tenían que conformar con lo primero (que ya es bastante para un adolescente), quizá por miedo a explorar la periferia de las grandes ciudades.
Ese era su secreto y esa era la razón por la que él acabaría escribiendo novelas. No tiene más mérito que otros, pues: «Si he logrado ver más lejos ha sido porque he subido a hombros de gigantes». Frase atribuida a Isaac Newton. Ahora, pasados los años, cada vez que se encuentra en una estación de ferrocarril, cuando se acerca la Navidad y «flota un ancho banco de niebla», busca el lugar donde está la librería. Ese espacio mágico donde Martín sigue encontrando los mismo libros de misterio e intriga de su juventud y, también, donde sigue encontrando a los mismos jóvenes que merodean a su alrededor, como sabuesos intrigados por ese hueso al que no saben por dónde hincarle el diente, pero en los que se ve anidar, en sus ojos, la curiosidad. La cualidad esencial que les llevará a perder la “feliz ingenuidad” de su edad, y les adentrará en un mundo sutil y terrorífico, donde «está el fin, el hielo, la fuerza, la nada…»
Texto: José Fernández Chimeno