Ante las jornadas de protesta del sector agroganadero que tendrán lugar en León, el 28 de febrero y en Ponferrada, el 2 de marzo.
Continúan las movilizaciones de agricultoras, agricultores y sector ganadero. Protestas que ya han conseguido situar en el centro del debate público la situación del sector agrícola y por extensión del mundo rural. A pesar de la importancia de la actividad agroganadera para satisfacer el derecho humano a la alimentación, este sector está profundamente amenazado en nuestro país. Trabajadores y pequeña producción se encuentran en una situación crítica, y como sociedad necesitamos reaccionar rápido frente a sus demandas. Desde la perspectiva de la soberanía alimentaria, comprendemos estas movilizaciones, al tiempo que nos parece imprescindible introducir algunos elementos en este debate.
El sistema agroalimentario actual está subordinado a mercados globalizados que imponen formas de producción, transformación, comercialización y consumo ambientalmente insostenibles y socialmente injustas. La continua industrialización de los sistemas agroalimentarios ha hecho a la agricultura y la ganadería cada vez más dependientes de subsidios, combustibles fósiles, agroquímicos y otros insumos, a la vez que requieren cada vez menos mano de obra.
Cada año vemos cerrar miles de pequeños y medianos proyectos productivos. Al mismo tiempo, los distintos pasos de la cadena agroalimentaria mundial están en manos de muy pocas empresas: tan solo tres controlan el 51 % del mercado de agroquímicos, diez comercializadoras de alimentos gestionan el 90 % del transporte mundial, diez compañías controlan el 90 % de la transformación y el 30 % de las ventas (distribución) está en manos de solo diez corporaciones, según el Panel de Expertos de Sistemas Alimentarios Sostenibles (IPES Food).
Estas pocas empresas concentran el poder sobre cómo se forman los precios y se quedan con la mayor parte de las ganancias. Por desgracia, España es parte de este entramado. Según datos del Observatorio de Precios de los Alimentos del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, la producción se queda con aproximadamente un 20-30% del precio final de venta. Así ocurre, por ejemplo, con la patata de León que se paga en origen a precios irrisorios (en torno a los 0,10 €/Kg) y alcanza un precio de venta al público diez veces mayor. En el caso de la distribución, estamos viendo además cómo las grandes plataformas distribuidoras usan la etiqueta de lo local y lo ecológico como elementos de marketing, cuando ni pagan precios dignos a quienes producen, ni se abastecen de los productos más cercanos.
Esta situación de subordinación y concentración económica se ha visto agravada en los últimos tiempos por la irrupción en el sector agrario de fondos de inversión internacionales, incluso de capital riesgo, que generan a corto plazo rentabilidades mucho más altas que otros fondos. Además, el crecimiento de explotaciones superintensivas – como el maíz producido en monocultivos de regadío en al provincia de León-, no sólo ha agudizado la tendencia a la financiarización y el endeudamiento sino que ha expulsado mano de obra, ha incrementado el consumo de agua, el gasto energético, y ha supuesto una importante competencia para las explotaciones tradicionales.
Desde una perspectiva macroeconómica, en este sistema perverso, donde solo rigen la leyes del mercado, se genera además competencia con otros países en los que los costes de producción, los estándares de control del uso de agroquímicos o de bienestar animal, o los derechos laborales, resultan menores. Y, por tanto, sus cultivos se importan a precios inferiores de los de la producción local. Tal es el caso de las legumbres de León que tienen que competir, por ejemplo, con garbanzos de Méjico o alubias de Argentina y USA, cultivadas con pesticidas prohibidos por la UE. Esta competencia y la presión de los eslabones intermedios de la cadena para defender sus intereses son los responsables de mantener bajos los precios que reciben agricultoras y agricultores y, sobre todo, lo que les queda como renta agraria.
La globalización implica también que las decisiones que afectan al campo en España no se toman solo aquí, sino, sobre todo, en la Unión Europea mediante la Política Agraria Comunitaria y los acuerdos comerciales internacionales como los de Mercosur, China, o el TTIP. Estos acuerdos sitúan a nuestro territorio como productor y exportador neto de ciertos alimentos (hortalizas, frutas, porcino, etc.), como resultado de un modelo productivo industrializado. Así que, más allá de cuestiones coyunturales, como los aranceles de EE UU a determinados productos, la crisis del campo es resultado de una situación estructural que conduce a una enorme dependencia y vulnerabilidad del sector agroalimentario, tanto dentro de nuestras fronteras como respecto a terceros países.
El debate en torno a la pérdida de renta agraria, debido a los crecientes costes de producción, a los que se añade el coste de los salarios, está relacionado con el debate sobre el modelo productivo.
En el sistema agroindustrial, que se incentiva desde hace décadas y que, por desgracia, es ya el imperante, existe como hemos señalado una enorme dependencia de insumos como los piensos, los fertilizantes, los pesticidas y herbicidas, incluso de polinizadores en el caso, por ejemplo, de los invernaderos.
Los precios de estos insumos dependen de la voluntad de esas pocas empresas que controlan el agronegocio a nivel mundial, así como de la disponibilidad de combustibles fósiles baratos. Regular y establecer precios mínimos en origen es imprescindible, pero teniendo en cuenta la enorme proporción de esos ingresos que bajo el actual modelo va al agronegocio, es evidente que por sí solo no supone la solución para mejorar la renta agraria. Es imprescindible reducir o eliminar la dependencia de esos insumos.
Conviene también recordar que el eslabón más débil de la cadena agroalimentaria lo ocupan las jornaleras y los jornaleros, particularmente los de origen migrante y las mujeres. Sobre su situación cada poco tenemos lamentables noticias (agresiones, indefensión frente a accidentes, incumplimientos de contrato, etc.). En este sentido, situar el foco en el salario mínimo interprofesional (SMI) desvía la atención sobre los verdaderos problemas y es injusto.
Por otro lado, y esto es fundamental recordarlo, el modelo globalizado agroindustrial no solo tiene costes económicos, sino también ambientales. La posición de España en los mercados agroalimentarios globales profundiza la intensidad de los impactos ecológicos en los enclaves de fuerte especialización, como la ganadería industrial o las hortalizas bajo plástico, de producción muy intensiva y orientadas a la exportación. Estos impactos son, entre otros: la pérdida de suelo fértil, la detracción de un bien tan escaso y necesario como el agua por el incremento del regadío, muy acentuado en casos como el monocultivo del maíz en nuestra provincia; la contaminación de aguas superficiales y subterráneas por nitratos –con pueblos como Soto y Riego de la Vega que sufren cortes de agua todos los años por la contaminación de sus abastecimientos urbanos (más del 40 % de los acuíferos en España están amenazados)-, biocidas (como el glifosato) y antibióticos entre otros compuestos; o la pérdida directa o indirecta de biodiversidad, con descensos dramáticos de la población de aves o de insectos polinizadores por la acción de pesticidas.
Al mismo tiempo, este modelo no solo contribuye en buena medida a la emisión de gases de efecto invernadero, sobre todo por el transporte de alimentos y el manejo del suelo, sino que además convierte al territorio en extremadamente vulnerable a las consecuencias del cambio climático: sequías, olas de calor, lluvias torrenciales, … Seguir impulsando y demandando la ampliación del regadío, que requerirá la construcción de nuevos pantanos como por ejemplo los proyectados en el Órbigo, sabiendo que los escenarios que nos esperan son de una desertificación de hasta el 70% de la península ibérica, es cuanto menos suicida.
Frente a este escenario, tanto para mejorar la renta agraria y asegurar condiciones de trabajo dignas en el campo, fijando así población en el medio rural, como para garantizar la producción de alimentos de calidad, saludables y respetuosos con la naturaleza y sus ciclos en un contexto de emergencia climática, la única opción sensata es una transición urgente hacia modelos agroecológicos que garanticen la soberanía alimentaria.
Para ello, urgen medidas de fomento de este modelo productivo, menos intensivo en insumos y más demandante de mano de obra, así como cambios en las normativas que faciliten los circuitos cortos y la transformación artesana. Es imprescindible, por ejemplo, orientar la compra pública hacia el sector agroecológico, prohibir la financiarización de la alimentación y poner freno a los oligopolios del agronegocio. Para garantizar precios justos y equilibrados para productoras, productores y consumidores, necesitamos políticas fiscales, de regulación de la cadena agroalimentaria, y de planificación territorial participativa, que apoyen a quienes producen alimentos poniendo la vida en el centro y respetando el funcionamiento de los ecosistemas y la justicia social.
En definitiva, necesitamos políticas públicas e iniciativas de los movimientos sociales (recuperación y creación de instituciones comunales, cooperativas, redes de distribución, etc.) que, lejos de priorizar los intereses del agronegocio, garanticen el derecho humano a una alimentación sana y un medio ambiente saludable, así como un mundo rural vivo. Esto significa, en nuestra opinión, apostar por el único modelo agroalimentario compatible con la vida, el agroecológico.
Ecologistas en Acción de León