Sancho, hijo de Ramiro II y de su segunda esposa Urraca Sánchez, en algunos momentos de su vida había llegado a hacer comidas de 27 platos, con abundancia de carne de caza y otras viandas absolutamente perjudiciales para la salud.
Con la muerte de Ramiro II, el Invicto de Simancas, terminaban 27 años de exitoso reinado y comenzaba un periodo de letargo, de concesiones, de guerras internas y de intromisiones de supuestos aliados, además de los terrores que la presencia y los ataques de Almanzor, el Azote de Dios, traerían al Reino de León; precisamente cuando el mismo necesitaba un conductor que supiera guiarle y mantenerle en los lugares de honor en los que le había colocado el gran Ramiro.
Nos ocupamos hoy, brevemente, de uno de esos reyes que le sucedieron y que, en algunos momentos apenas ejercieron una labor de bufón, con respecto a los verdaderos protagonistas políticos del momento, encabezados por Sancho Garcés I de Pamplona y su esposa, la reina Toda Aznárez, abuelos de este personaje de triste memoria para el Reino de León.
Como se sabe, Sancho, hijo de Ramiro II y de su segunda esposa Urraca Sánchez, en algunos momentos de su vida había llegado a hacer comidas de 27 platos, con abundancia de carne de caza y otras viandas absolutamente perjudiciales para la salud. Llegaría a acumular tal gordura que incluso la misma le impediría montar a caballo.
Conocido es también el hecho de que su abuela Toda, que consiguió emparentar con la mayor parte de las casas reales del momento, incluyendo la del Califato, en Córdoba, le había llevado hasta la corte de Abderramán para curarle de su extraordinario volumen, lo que le había valido hacerse de nuevo con el trono, tras un breve reinado del hijo de quien le había precedido en el mismo, su medio hermano Ordoño III, fallecido tras un breve reinado de apenas 5 años. Las habilidades de su abuela, entonces, y el apoyo, fundamentalmente, de los nobles castellanos, entre los que hay que contar, naturalmente, al eterno intrigante, Fernán González, habían conseguido expulsar de la capital del reino a Ordoño IV, llamado el Malo, hijo de Alfonso IV, el Monje, hermano de Ramiro II y a quien este había sucedido en el trono después de la muerte de su esposa Oneca.
Si hemos optado por traer a la memoria de nuestros seguidores todos estos nombres es, simplemente, para confirmar la situación en la que se encontraba el Reino de León, precisamente en el momento en el que menos convenía. Y, si hemos calificado a Sancho el Gordo de Bufón, algo semejante podríamos decir de Ordoño IV, el cual, tras huir a Asturias, en un primer momento, terminará sus días en la Córdoba califal entre las bromas de sus enemigos. ¡Cómo y en qué escaso tiempo se había dilapidado la herencia del gran Ramiro II y hasta dónde había caído el prestigio de un reino que había sido capaz de vencer en Simancas, la gran batalla de la Edad Media, al gran califa Abderramán III!
Y, entonces, ¿por qué traemos a estas páginas a este Sancho, también denominado el Craso? ¿No sería mejor olvidar todo este período hasta alcanzar, por ejemplo, otra figura señera de la historia del Reino, Alfonso V, por ejemplo, puesto que, a pesar de la brevedad de su reinado, dotó de fueros a León, ya en 1017? Sería una solución para hacer más ligera la nómina de los soberanos leoneses y, por lo mismo, que los más merecedores de recuerdo pudieran ser conocidos por los habitantes de esta tierra, y aún más allá. Sin embargo, sería tanto como seguir la técnica del avestruz; y, por mucho que, tanto entonces como ahora, intentemos no ver los problemas para, quizá, no tener que hacerles frente, ello no hará que los mismos desaparezcan de la realidad. ¡Y el pasado, seguimos repitiendo, una y mil veces (y las que hagan falta) es tan maestro de la vida que es lo único que nos dará la fortaleza de encarar el presente y prefijar un futuro!
Respondiendo, entonces, a nuestra primera cuestión (las demás se responden por sí mismas) diremos, simplemente, que la desaparición de este Sancho puede ser fechada entre el 15 de noviembre (fecha de la firma de su último diploma) y el 19 de diciembre del año 966 (primer diploma firmado por su hijo Ramiro III), tras dos reinados (caso bastante insólito en la historia de los diferentes reinos) que, sumados ambos apenas llegan a los 7 años. Y, a decir verdad, sin ningún suceso relevante, salvo por el chascarrillo que supuso para la historia el hecho de su extrema gordura y que el médico de la corte del Califa curó en muy poco tiempo, gracias a una dieta en la que, según se relata, solo ingería líquidos, puesto que el gran Hasday ibn Saprut le había cosido la boca.
A pesar de todo, incluso de los kilos perdidos, entendemos que fue más la amenaza del ejército cordobés sobre León lo que consiguió que recuperara el trono y siguiera ejerciendo las labores de títere de Fernán González, de sus abuelos de Pamplona y de los propios musulmanes que prefirieron mantenerlo en la cabeza del reino por el propio desprestigio que tenía entre sus súbditos.
En sus últimos años se hicieron, cada vez más constantes las rebeliones de los nobles del Reino, especialmente de parte de los gallegos, hasta tal punto que fue envenenado, en Castrelo de Miño por el conde Gonzalo Menéndez. El cronista Sampiro, nos hace, incluso, saber el arma del crimen: una inocente manzana.
En nuestro deseo de intentar relatar, sin embargo, algo positivo sobre este rey, recordemos que a él se debe la fundación del Monasterio de San Pelayo (año de 966), para acoger en León los restos del niño de este nombre, martirizado en Córdoba, por Abderramán III, puesto que no había cedido a los deseos del califa. Pelayo había sido “cambiado” por la libertad de su tío Hermoigio, obispo de Tuy, en la humillante derrota de Valdejunquera, ocurrida en la época de nuestro Ordoño II.
Este monasterio será el origen de la futura iglesia de San Isidoro, nombre que le será otorgado tras la llegada a León de los restos del gran santo Sevillano, en los años finales del rey Fernando I.
A cargo de este monasterio se encontraban las monjas benedictinas que fueron trasladadas a Carbajal de la Legua en la época de la reina Sancha, hermana del Emperador Alfonso VII, momento en el que se hicieron cargo del culto los canónigos regulares bajo la regla de San Agustín. El hecho ocurriría en 1148, aunque las citadas monjas volverían a León más tarde, ya con el nombre que les sería adjudicado para siempre; las Carbajalas, que ocupan la parte sur de la Plaza del Grano.
En cuanto a los restos de San Pelayo (popularmente Pelayín), recordemos que fueron trasladados a Oviedo, por miedo a las invasiones de Almanzor, donde se guardan, en concreto en el Monasterio de las Pelayas de dicha ciudad.
Sancho sería enterrado, en un principio, en el mismo lugar de su fallecimiento, pero sus restos fueron trasladados más tarde a la Iglesia de San Salvador de Palat del Rey, fundada por Ramiro II, su padre. Allí se encontraban ya varios reyes que, posteriormente fueron trasladados al Panteón de San Isidoro.
Y, quizá, si se nos permite la licencia, una enseñanza de este periodo, para los leoneses de hoy: “mejor morir de pie que vivir de rodillas” o al servicio de un amo que, incluso se burle de nosotros. Ni antes ni ahora; no podemos permitir que la gloriosa historia del Reino de León, sea vejada, se convierta en motivo de olvido, de mofa y hasta de manipulación. El pasado no nos lo permite, el presente no lo aconseja y el futuro no nos lo perdonaría.
- Textos: Hermenegildo López
- Fotografías: Martínezld