Conviene rememorar también las relaciones tormentosas que tuvo con una serie de condes de los territorios que más tarde se denominarán globalmente Castilla
En enero del año del Señor de 924 (algunos historiadores retrasan la fecha hasta junio del mismo año), después de nueve años y medio de reinado (periodo demasiado escaso para haber podido consolidar todo lo que se proponía este rey), que pedimos califique el lector después de este breve recuerdo, fallecía, de muerte natural, y a los 52 años de edad, el rey Ordoño II de León, llamado el Grande por determinados historiadores.
Por un privilegio especial, sería enterrado en una muy primitiva catedral legionense, aquella que se había adaptado a las circunstancias de los tiempos y a lo que quedaba de las viejas termas romanas, convertidas en palacio real por el propio Ordoño y, en buena parte, cedidas a la iglesia para edificar un templo que viniera a engrandecer la ciudad que se había convertido, de facto, en la nueva capital de un reino que se pretendía importante, el Reino de León.
Sin entrar en los pormenores de la vida del personaje de hoy (no ha sido nunca nuestra intención en los artículos que viene publicando este digital), vamos a ceñirnos a la última etapa de su vida, sin entrar en las circunstancias de su llegada al trono de León, de su estancia previa en Galicia, de aquella malhadada rebelión, junto con sus hermanos, contra su padre Alfonso III, de los problemas con su hermano García I hasta la muerte de este, etc.
Digamos, entonces, que, en un positivo balance entre victorias (Castromoros 917) o sus derrotas (Mutonia 918, Valdejunquera 919), Ordoño consiguió organizar su reino, reconstruir mucho de lo destruido, fundamentalmente iglesias y conventos, y poner las bases del exitoso reinado de su hijo Ramiro II que le sucederá después de un breve periodo en el trono de su segundo hijo Alfonso IV el Monje.
Conviene rememorar también las relaciones tormentosas que tuvo con una serie de condes de los territorios que más tarde se denominarán globalmente Castilla; así, tras la derrota de Valdejunquera (en alianza con el rey de Pamplona, Sancho Garcés I), constatando las actitudes de infidelidad, e incluso de poca participación en la batalla que habían mostrado una serie de personajes castellanos, decidió capturarlos, cargarlos de cadenas y encerrarlos en León. No sería la última vez que, desde esas tierras, los supuestos grandes del reino daban muestras de querer “ir por libre”, acusando incluso, en algunas ocasiones, a León de inmovilista, goticista, demasiado permisivo con los enemigos, etc. ¡Qué ironía, considerando las circunstancias actuales de centralismo y cerrazón de parte de sus descendientes!
Y, para que quede constancia para la historia, los condes aludidos fueron Nuño Fernández, Abolmondar Albo y Fernando Ansúrez. La treta que utilizó el rey para hacerles prisioneros fue citarlos a una entrevista en Tejar, junto a Carrión; llegados allí les hizo cogió presos y, como decimos, los envió a León para que permanecieran reflexionando por un tiempo entre rejas, intentando con ello que entraran en razón. Sin embargo, y como ocurrirá en tiempos de su hijo Ramiro II, quizá por la necesidad de mostrar también cierta magnanimidad para con los nobles cristianos de su reino, al poco tiempo fueron liberados y los vemos, de nuevo, firmando junto al rey determinadas disposiciones de la corona.
A pesar de la tremenda derrota de Valdejunquera (por lo que podemos colegir que no lo fue tanto, ni mucho menos se habrían dado las cifras de muertos y prisioneros que citan las fuentes musulmanas), al año siguiente, Ordoño vuelve a sus acostumbradas campañas guerreras, esta vez con el objetivo de lanzar una razia sobre Viguera y Nájera, que finalmente tomó, al menos por un tiempo.
Este triunfo serviría, no tanto para avanzar en mucho la frontera sino, especialmente, para ganar prestigio ante el resto de sus aliados navarros que le demandaban, reiteradamente, auxilio cuando se veían acosados por “los enemigos de la fe”.
Esta relación de amistad entre las familias reales de Pamplona y León se verá, incluso, soldada por tres matrimonios; el del propio rey Ordoño, con la jovencísima Sancha, en el año 923;en el 928 Alfonso IV, su hijo, casará con Onneca Sanchez y en 933, el hermano de este, Ramiro, con Urraca Sánchez.
En su continuo guerrear, y a pesar, como insistimos, de la brevedad de su estancia en el trono leonés, Ordoño dejó una huella enorme en muchos de los monasterios e iglesias importantes de su reino: destacaremos su relación, en este sentido, con personajes bien conocidos como el obispo de Astorga San Genadio, el de Oviedo, Oveco, el de Zamora, San Atilano, el de León Fruminio o el de Lugo Recaredo. Algunos de estos obispos han pasado a la gran historia y aún se les reconoce y se les recuerda con especial devoción, en determinados lugares del reino. Como ejemplo, San Atilano, patrono de la diócesis de Zamora.
También reedificó o ayudó de manera importante, con bienes, rentas y derechos a monasterios que consolidarán su relevancia en un inmediato futuro como Sahagún, Abellar, Valdevimbre, Montes,Abelgas, Viñayo, Pardomino, San Adrián de Boñar, Mayorga, Samos,Triacastela,etc.
Este rosario de monasterios permitiría, además, fijar población, organizar la, antaño, tierra de nadie y desarrollar las ciencias, las letras y las artes en todos los territorios del reino.
El rey falleció en Zamora, de vuelta de una de sus numerosas correrías por “tierra de moros” y su cuerpo fue trasladado a la urbe regia para ser enterrado, como afirmamos más arriba en la catedral de León. Hoy, detrás del altar mayor, en la girola de la Pulcra leonina, se encuentra un fantástico sepulcro, quizás el más bello de todos los que encierran los restos de cualquiera de los reyes que ciñeron, de manera exclusiva, la corona del reino de León, salvo el del Emperador, Alfonso VII, que guarda la catedral primada, la imperial Toledo, en un lugar destacado del presbiterio.