Lo primero que descubre el viajero cuando llega a León es el cielo: El azul del cielo. Un azul tan inconfundible y tan profundo como el océano, un azul que desafío al mismísimo Sorolla porque no componía tan atristado como el cobalto, ni tan melancólico como el añil, ni por supuesto tan estrepitoso como el índigo y resultaba menos presumido que el ultramar, aunque se le pareciese. Es sencillamente azul de León. El mismo cielo que recortaba los perfiles de la Cordillera Cantábrica, mientras el general que mandaba la sexta vixtrix, decidía donde emplazar su campamento aquí.
Desde su fundación, como campamento de una legión romana, hasta nuestros días, la bimilenaria ciudad de León ha acumulado un deslumbrante catálogo monumental: la muralla bajoimperial, la “capilla Sixtina del románico”, la más elegante de las catedrales góticas, la obra maestra del plateresco español, el edificio más substantivo de Gaudí, o el premio de arquitectura contemporánea de la Unión Europea.