El Museo de León nos habla. Más bien, nos recuerda lo que hemos sido y, por ende, lo que somos hoy en día. Todo ello de mano de una exposición que, más que retratar estática y lacónicamente una historia, dialoga con nosotros y nos dedica unas imágenes en las que no solo vemos reflejados unos acontecimientos pasados, sino que, además, somos todos destinatarios de lo que la sala alberga. Nosotros, los ciudadanos de León, los que lo visitan cada día desde los lugares más remotos, los trabajadores del museo. Y ese agradecimiento es exhalado por los poros de la exposición que tiene, como uno de los pilares fundamentales, los traslados de la sede del museo hasta acabar en el edificio Pallarés.
En este sentido, nada más entrar en la sala ya vemos a nuestra izquierda su proyecto de ejecución en el año 2005, casualmente encima del cartel que reza Un nuevo mundo. Las imágenes con los materiales de construcción dan fe de la futura senda que recorrería el Museo a partir de la inauguración del año 2007. Es en este momento cuando observamos a una mujer que nos mira fijamente desde la Semana de la Moda de León del año 2015.
Empezamos a sentir las miradas de los diferentes años desde aquella inauguración; nos rodea el mundo que hemos dejado atrás y que vuelve, de manera temporal, a una sala en la que poder revivir los recuerdos del pasado. Recorremos con la vista gran cantidad de Paisajes (Cirilo Martínez Novillo) y nos sorprendemos cuando comprobamos que estamos Cazando imágenes con Miguel Delibes. Nuestros ojos recorren los rincones de un momento pretérito hasta que La Mirada Contemporánea se encuentra con nosotros y nos devuelve al momento presente. Sin embargo, no podemos evitar acordarnos de lo que fuimos y de lo que fue el Museo, y tiramos de la Memoria de Peregrinación (Manuel Valcárcel, 2014) y de la Memoria de la Luz (Manuel Martín Martínez, 2013); la misma presente en A la luz del Calixtino (2012).
Pero no todo va a ser luminoso: Ciudades en guerra (2009) nos recuerda lo más oscuro del ser humano, que ha tenido que lidiar con Las Consecuencias (Enrique Rodríguez Guzpeña) de sus acciones y recordar duros episodios de la Guerra Civil en la pieza ubicada en la zona central de la sala, con objetos que se han museizado, como los personales recuperados de la exhumación de doña Genara Fernández, además de proyectiles, avituallamiento o munición máuser.
Donantes como Guzpeña protagonizan gran parte de las piezas exhibidas en esta sala del Museo, a quienes dirige este último la muestra en el fondo central de la sala. Caminando un poco más nos encontramos con una serie de muestras envueltas en el halo histórico: pondus de cerámica, hachas, antefijas, entalles o colgantes conforman una bella colección unificada en la esquina de la sala (todas ellas donadas en los últimos diez años) y que tiene una especial guinda del pastel: una joya de oro de la Edad de Bronce, importada de Gran Bretaña, Irlanda o Francia, hallada en los cuarenta en Lucillo, donada por los herederos del descubridor Gaspar Prieto Criado y que pasará ulteriormente a la exposición permanente.
Su belleza impresiona y nos invita a imaginar cómo hubiera sido en su época, en qué parte del cuerpo se hubiera llevado y cómo lo hubiera lucido la persona que lo portaba. Miles de años después, a finales del siglo II, el primer evocatus de la Legio VII Gemina nos dejará el legado del ara votiva romana dedicada a los genios del campamento y a los dioses Marte, Minerva y Victoria, justo debajo de las ilustraciones Historia de una excavación vertical (2016), de Ranilla y compañía.
Por otra parte, tanto el taller de restauración del Museo como la colaboración con la comunidad científica nos ha permitido tener entre manos las dos vitrinas sobre restauración, con personajes mitológicos como el dios del sueño Hypnos, causante de que nuestra vida se adormezca en ocasiones, o utensilios como una llave romana de hierro, que deberemos emplear en desbloquear nuestra memoria y en abrir la hermosa puerta restaurada en la Escuela de Restauración que nos muestra a un soldado napoleónico, por un lado, y un vendimiador, por otro.
Y, hablando de memoria, los libros e impresos donados por Carmen Tejero, enfrente de esta puerta y de los recuerdos de la Guerra Civil, nos dan fe de esa memoria urbana, con colecciones y acontecimientos históricos, locales o artísticos, referida al propio edificio donde nos encontramos: el edificio Pallarés, cuyas imágenes antiguas y las del Salón de las Artes se muestran en nuestro punto de partida, envueltas en el velo de una nostalgia en blanco y negro que, seguro, recordarán con cariños nuestros padres y abuelos.
Nos vamos a ir, pero caemos en que nos ha faltado una cosa por ver: la Adoración de los Magos (ingresada en el año 2016). Tal vez este sea un buen momento para, utilizando la memoria, recordar lo que el Museo nos ofrece y ser capaces de, como ciudadanos de León o de fuera de la ciudad, adorar nuestro patrimonio, ser conscientes de que es nuestro, de todos nosotros. Y, así, con esto en mente, saldremos por la puerta viviendo los recuerdos que han tenido lugar en la sala, en esa sala al fondo del pasillo de nuestra alma, que refulge con un brillo intenso y dorado.
Textos y fotografías: Julio Herreros Ropero