La única imagen de esas Reinas de León se encuentra en el Museo de Riaño, plasmadas en un cuadro de la pintora Lourdes García
Aunque solo sea por reivindicar y perpetuar su memoria, traemos a estas páginas la figura de dos reinas de León (por derecho de herencia y reinas efectivas, al menos, por unos meses). A ellas la manipulación y el engaño de parte de algunos, la falta de palabra o la falta de coraje de parte de otros, los intereses expresados de las más diversas maneras y el abandono de muchos de los que hubieran debido defenderlas, toda esta combinación y más supuso que tomaran la decisión de “abandonar el mundo” y retirarse al Monasterio de Villabuena. Era preferible, seguramente, la soledad buscada del claustro que la soledad impuesta por quienes hubieran debido defender sus intereses y los del Reino que su padre había tanto amado y que, en gran medida, le había correspondido.
Nos encontramos, como se sabe, ante el desprecio de la voluntad, claramente expresada, y el no acatamiento de los deseos de Alfonso el Legislador, uno de nuestros más grandes reyes a quien, al menos por agradecimiento ante lo hecho y lo conseguido, todos sus súbditos del Reino de León hubieran debido obedecer después de su fallecimiento como lo habían hecho en vida. Pero así pagan muchas veces las sociedades y los colectivos a quien se desvive por ellos. Y quiero salvar aquí, naturalmente, al común de los habitantes del Reino puesto que la decisión partió, como cualquiera imagina, de los poderosos, de los que nunca tuvieron bastante; incluso de aquellos a los que no convencían los derroteros de unas leyes demasiado avanzadas para la época. Los “decreta” de Alfonso y las reiteradas reuniones en Cortes con los representantes populares no debieron ser del agrado de los otros dos estamentos, eclesiásticos y nobles.
El olvido, además, cuando no simplemente el desprecio, ha sido siempre patrimonio de espíritus mezquinos, de personajes de estrechas miras y de los que persiguen confusos intereses (el poder, le influencia, la vanidad, el dinero…). Que se lo pregunten, por ejemplo, al Maestre de la Orden de Santiago de la epoca (Pedro González Mengo, del que hoy ya nadie se acuerda, salvo para mal) o a los obispos de León (Rodrigo Álvarez -1209/1232 o Martín Alonso -1232/1234), que, al parecer, se pasaron a la causa de Fernando III por la promesa de la construcción de una catedral que, por cierto, había sido comenzada por su predecesor y padre el gran Alfonso.
Muchas veces se ha argumentado que el rey no había dejado nada por escrito… Y entonces, ¿por qué después de la Concordia de Benavente la reina Berenguela dio orden de que se buscara cualquier testimonio escrito para hacerlo desaparecer? El crimen siempre deja huella y, en algún momento, en algún archivo perdido, aparecerá un documento que vendrá a refutar la verdad oficial… Claro que eso no representará ya más que una satisfacción moral, pero será algo.
¿Y, aplicando la lógica del momento, esos documentos eran necesarios? ¿El testimonio de los que conocían la voluntad de Alfonso, por habérsela oído en infinidad de ocasiones, no servía de nada? Y una duda más: ¿si las infantas-reinas no tenían derecho al trono, por qué haberlas indemnizado renunciando al mismo? Estaba claro que desde la renuncia al trono castellano por parte de su exesposa Berenguela y la ascensión al mismo de su hijo Fernando, el antaño infante leonés desaparece de toda mención en los diplomas de su padre. La voluntad estaba absolutamente clara y manifiesta y así se demuestra, en al menos tres ocasiones: el Fuero de Cáceres de 1229 recoge la estipulación siguiente: “Hicieron pacto a mí y a mis hijas doña Sancha y doña Dulce, y bajo juramento, levantada la mano, doce hombres buenos otorgaron por todo el concejo que serían por siempre súbditos y obedientes a mí, Alfonso, por la gracia de Dios rey de León, y a mis hijas doña Sancha y doña Dulce”.
El mismo año, León y Portugal firman en Boronal un tratado estableciendo que, si moría el soberano de León, Alfonso II de Portugal se comprometía a mantener el mismo acuerdo con las infantas leonesas, presentes en el acto de firma. ¿Sería aventurado sospechar que el tratado suponía también el compromiso de defensa de los derechos de las infantas?
Por otra parte, creemos interesante recordar que, cuando el día 1 de agosto de 1230, el rey Alfonso se reúne con el maestre de Santiago para la cesión a la Orden de la villa de Montánchez (Cáceres), y encontrándose ya enfermo (apenas a dos meses de su fallecimiento), establece que la donación se efectúa “con la aprobación y el consentimiento de mis hijas las nobles infantas doña Sancha y doña Dulce”. Hay quien va incluso mucho más lejos y asegura que, ese mismo acto, compromete al citado maestre a ser valedor y defensor de los derechos de las infantas temiendo no se respetaran los mismos, desaparecido él.
Cierto es que no se conserva o no se ha encontrado aún documento alguno en el que consten las últimas voluntades del rey, pero los argumentos que hemos aportado nos parecen suficientes para adivinarla.
Sin embargo, y a posteriori, no faltan bienintencionados que, interpretando la historia en sus coordenadas temporales, justifican los hechos con argumentos que, examinados por un juez independiente, no pasaría ni el menor filtro. Uno de los que siempre se han esgrimido estriba en que era preferible que los reinos cristianos estuvieran unidos para poder oponerse con mayores garantías al infiel ¿y entonces por qué, no solo se toleró sino que se apoyó (comenzando por el papado) la independencia de Portugal primero y la de Castilla después? Y la estupidez, tantas veces repetida, de que “el Reino de León estaba agotado” y había que dar paso a una realidad nueva y pujante como Castilla… ¿cómo y sobre qué bases apoyar tan peregrina argumentación? ¿Acaso se puede calificar de “agotado” un reino que es capaz de elaborar las leyes más avanzadas de la época? Atreverse a romper con un pasado que encorsetaba a la sociedad y le impedía progresar es una actitud valiente, arriesgada y hasta comprometida.
¿Es signo de agotamiento haber conquistado la taifa más extensa de toda la Península? Cuando se carece de línea argumentativa sólida, lo más fácil es recurrir a tópicos y a sentencias que no admiten pruebas… Es una técnica bien sabida.
Pero, como agua pasada no mueve molino (aunque sí nos enseña, al menos, por dónde se debe encauzar la corriente), recordemos brevemente la trayectoria vital de estas dos personas a las que, además, y no nos cansaremos de repetirlo, su condición de mujer les condicionó la vida de manera inmisericorde. Y eso no hubiera debido ocurrir en los entornos del viejo Astura; no estaba ni en la raíz de la cultura de los pueblos que lo habitaron ni en las leyes que aquí se dictaron ni en los antecedentes históricos del Reino, incluso los más cercanos (Sancha I, Urraca I…).
Sabemos que Sancha es la hija mayor de Alfonso IX (VIII de León) y de Teresa de Portugal. Nació en 1191, en los finales de dicho año ya que la boda de sus padres tuvo lugar en febrero.
Como hemos comentado, tras la forzada separación de sus padres, optan por que la pequeña (tenía entre 3 y 4 años) permanezca en el palacio real, en León, donde será educada junto con su hermano Fernando, que debía suceder a su padre Alfonso.
A causa de los vaivenes a los que está condenada la política fronteriza del Reino de León, que sigue siendo atacado por sus vecinos (e hijos, no conviene tampoco olvidarlo), aconsejan a muestro Alfonso unirse en matrimonio con Berenguela, la hija del rey de Castilla, lo que se produce en 1197, con el compromiso expreso del legado pontificio, el cardenal protodiácono Giacinto Orsini, futuro Celestino III, de declararlo válido.
Aquí, por lo que se constata, no nos sirve una piedra para tropezar dos veces sino tres… o las que hagan falta y, como consecuencia de su parentesco, en 1204 el matrimonio también es anulado; en este caso por el papa Inocencio III (pernicioso numeral para el Reino por lo constatado).
Pero siete años dan para mucho en la vida de Alfonso y de esta unión nacen cinco hijos tres mujeres y dos varones, el mayor de ellos Fernando.
La vida de Sancha con una madrastra como Berenguela no la adivinamos fácil; seguramente se vio abocada a seguir la estela de aquellas grandes damas del Reino que se habían hecho cargo de los monasterios del mismo. O a la espera de que su sacrificio personal pudiera servir como moneda de cambio para traer paz en alguno de aquellos conflictos reseñados.
Y así sería, en efecto; en 1216, quizás en compensación del matrimonio de Alfonso, su padre, con Berenguela de Castilla, es prometida al castellano Enrique I, para el que se había ensayado previamente una fórmula de compromiso con su prima Mafalda de Portugal que no prosperó por mor de la consanguinidad. Como se trataba de un niño, sin embargo, hay que esperar a la celebración del matrimonio, lo que no ocurre por la muerte, en extrañas circunstancias, de este pequeño y desgraciado rey.
En 1224, como recordamos en el capítulo dedicado a Berenguela de León, hay también un amago de matrimonio con Jean de Brienne que se encarga de abortar su madrastra Berenguela. Estamos ya a seis años de la muerte de su padre Alfonso y las hijas Sancha y Dulce le acompañan en la mayor parte de sus desplazamientos para mostrar, de manera incuestionable, que ellas son las herederas del Reino y no el anteriormente propuesto Fernando ya rey de Castilla, algo que Alfonso no desea en modo alguno. Esta política se puede rastrear perfectamente a partir de 1218 con la presencia constante de las infantas en la Corte de León y la desaparición de su hijo Fernando de todo tipo de documentos.
Como no nos cansaremos de repetir, a pesar de todos estos argumentos aportados, en 1230, en cuanto se produce el fallecimiento de su padre, Sancha, obedeciendo los deseos de su madre Teresa y su firma estampada en la Concordia de Benavente, se encierra en el monasterio cisterciense de Villabuena, fundado por su madre, en el que fallecerá alrededor de 1243, ocho años antes que ella.
Por lo que hace a la reina Dulce I de León, salvo esos intentos de casamiento de su hermana, que ni siquiera se concretaron, la reflexión que acabamos de hacer sirve también para ella. Apenas se sabe nada de su vida y, como tuvo que acompañar a su madre Teresa en su vuelta a Portugal, la imaginamos, al menos, disfrutando de una niñez feliz, lejos del ajetreo y de las maquinaciones de la Corte leonesa.
A partir, como hemos señalado, de 1218 la encontramos, ya de manera definitiva uniendo sus destinos a los de su hermana Sancha hasta su retiro en Santa María de Villabuena donde falleció. Sin embargo, tampoco disponemos de documento alguno para poder probar con seguridad ni el día del óbito ni el lugar en el que está enterrada.
Demasiado triste la despedida de la historia más visible, de un Reino que lo fue todo y que no supo o no pudo superar los obstáculos que se le presentaron a la muerte de un rey cuya importancia, por suerte, se comienza a reconocer. Lo que está absolutamente claro, sin embargo, es que no podemos hacer nuestra ni siquiera consentir la muletilla de que “el Reino de León desapareció”, incluso “gallardamente” como alguno escribió. Argumentos hay hasta en el escudo constitucional para mantener lo contrario; eso sin hablar de que las cortes de León y Castilla se reunieron por separado durante lustros, de que, en la intitulación regia siempre se recogió la existencia del Reino de León, etc., y de que, en último caso, en democracia, la voluntad de un pueblo debe estar siempre por encima de los dictados del poder, especialmente cuando estos lesionan e incluso amenazan gravemente su existencia. No se puede y por lo tanto no es lícito confundir a la gente con divisiones administrativas de nuevo cuño que nada tienen que ver con la extensión de dos reinos en el año 1230 y aun después. Esa fecha, por lo tanto, no debe ser considerada como el fin de un sueño sino, más bien, como el comienzo de un mito.
La vida de esta Reina y otras 29 mujeres más que forjaron este Reino de León puedes leerlas en el libro “Érase una vez, señorío de mujeres”
Textos: Hermenegildo López