La conquista de la libertad contra los abusos de quienes pretendieran arrebatársela seguirá siendo el distintivo de una tierra que, como se proclama, apenas conoció el régimen feudal y ni siquiera toleraba merma alguna en esa forma de autonomía.
Después de habernos interrogado, en el primer capítulo dedicado a una de las más altas realizaciones debidas al Reino de León, sobre las diferencias entre Curia Regia, Curia Plena y Cortes; después de haber desmontado algunos intentos de apropiación indebida de lo que solo corresponde a nuestros antepasados leoneses, incluso después de haber esbozado la situación por la que transitaba el reino a la muerte de Fernando II y la decisión de su hijo Alfonso, cabe ahora, de acuerdo con las previsiones señaladas en nuestra intervención anterior, abordar tres cuestiones de la mayor relevancia: el porqué de que dichas Cortes tuvieran lugar en León y no en otra parte, cómo pudo haberse producido la elección de esos representantes de las ciudades y, naturalmente, el contenido de los Decreta y lo novedoso de los mismos.
¿Por qué en el Reino de León?
Los historiadores y los sociólogos, en suma, los estudiosos del fenómeno, teniendo en cuenta que no se puedan dar frutos por generación espontánea, argumentan, como hemos apuntado ya alguna vez, que el Reino de León estaba maduro para dar un gran salto en la historia del mundo: llevar la voz de los sin voz al lugar donde se tomaban las grandes decisiones que, en muchos casos, eran los primeros en padecer.
Recordemos algunas de las manifestaciones que avalan esta afirmación anterior. Para muchos de los historiadores, no se puede obviar un hecho concreto: nuestros antepasados vivían en pequeñas comunidades, en algunas ocasiones, incluso, con vínculos familiares muy fuertes y tenían, no solo el respeto por las opiniones de los demás, sino que debían tratar, en común, los asuntos y problemas que les afectaban. Entendemos, entonces, que, desde la antigüedad más remota, las aldeas astures se habían organizado y vertebrado en el respeto a las opiniones de todos; dicho de otro modo, las decisiones se tomaban en pequeñas asambleas y esto no es otra cosa que lo que conocemos hoy bajo el nombre de concejo que no solo hace referencia a un territorio sino a esa forma de debatir los asuntos que preocupan a todos y de resolver aquello que la vida en común implica. “Lo tuyo tuyo y lo mío mío”, como afirma Juan Pedro Aparicio que hace una apología de esta forma concejil de organizarse, en el correr de los tiempos, “a campana tañida”.
¿Y dónde encontrar también soporte a esta peculiar forma de organización? En el común de las interpretaciones, parece, de una enorme influencia, la propia forma de la casa: la palloza redonda en la que todo el mundo habla y puede, al propio tiempo, ver la cara de quien tiene otra opinión y la explica para los demás. Es también, como se asegura, el origen de nuestros filandones, forma de diversión y de transmisión de cultura popular, incluso cuando aún no había llegado, ni siquiera la radio, y había que sobrellevar aquellas largas tardes de invierno, al amor de la lumbre y de la charla distendida, filando, haciendo cestos, reparando aperos para el buen tiempo, etc.
La orografía y la adaptación a las condiciones del medio debieron influir, como siempre, en una forma de ser y de interpretar el mundo, comenzando, es lógico, por el que se tiene más al alcance de la mano. El hecho mismo de compartir trabajos, por medio de las facenderas y contar con determinados bienes en común (bosques, pastos, servicios -la herrería, el molino…- suertes que incluso se ceden a los nuevos matrimonios o a los más necesitados…) van creando una mayor actitud de colaboración y, por lo mismo, de respeto al otro, debiendo escuchar las razones de quien no comparte las mismas ideas y hasta de respeto en la exposición y la escucha. Es, por lo mismo, el poder de la palabra el que se impone al poder de la fuerza, y así ha sido durante generaciones. Por eso, los leoneses nunca hemos entendido la arbitrariedad de las leyes ni la imposición de las mismas.
La situación de vivir encerrados en pequeños valles, a los que se hacía difícil la llegada de la justicia del rey hará que los habitantes deban enfrentarse a situaciones, incluso complejas, pero en las que imperará la razón por medio, como hemos dicho, de la palabra y el diálogo.
Y este marco, naturalmente, no puede ser limitado a un periodo que conocemos como la Edad Media. Esta forma de vida hundía sus raíces mucho más lejos en el tiempo y se manifestaba, por ejemplo, en las afirmaciones de libertad que se exteriorizaron, claramente, durante la conquista de la Península por parte de los romanos. ¿O hay que volver a repetir que fueron, precisamente, estas tierras, en las que la orgullosa Roma invirtió más tiempo y esfuerzos para conseguir domeñarlas? Ni siquiera en su totalidad, nos atrevemos a afirmar… Y el templo de Jano se cerró más por “razones de Estado” que por la finalización victoriosa de una guerra. Para eso, y para la explotación del oro, quedaba, in situ, una legión que sería la única permanente en Hispania y aledaños.
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La conquista de la libertad contra los abusos de quienes pretendieran arrebatársela seguirá siendo el distintivo de una tierra que, como se proclama, apenas conoció el régimen feudal y ni siquiera toleraba merma alguna en esa forma de autonomía.
En resumen, y utilizando la opinión del gran Sánchez Albornoz, para aportar un argumento de autoridad, en el Reino de León la libertad de la que gozaban sus habitantes era incomparablemente mayor que en los otros reinos europeos y se basaba, entonces, en lo que hemos apuntado sobre el sustrato indígena, los fueros, las cartas puebla y su acendrado deseo de autoafirmación frente a los poderosos, amén de aquellos enemigos exteriores que amenazaran con arrebatársela.
Tampoco debemos nunca sustraernos a la importancia del Fuero de 1017/1020, en el que se recogen, por escrito, leyes que, seguramente, ya se cumplían, de facto, en las tierras de León y que venían a consagrar el respeto a las personas y a la casa en la que estas habitaban.
¿Cómo explicar, sin este acendrado respeto a la libertad de la persona, acontecimientos posteriores como el motín de la trucha de Zamora en el que un zapatero ejerce su derecho a la compra de un bien al mismo nivel que un noble?
De otro lado, los propios reyes, en su deseo de controlar las tierras conquistadas, ya desde el siglo X, van a fijar una política de repoblación, cuidando mucho de evitar el poder de los grandes señores y hasta de los monasterios, estableciendo lo que se denominarán villas o ciudades de realengo; es decir, que dependían directamente de la corona. Esta forma de entender la incorporación de nuevos territorios al solar leonés se extiende a las actitudes del propio Alfonso, en sus conquistas en la Extremadura, zona a la que dota de especiales Fueros para evitar la intromisión de los poderosos y para que los concejos actuaran libres de cualquier tipo de traba.
Así vemos, entonces, que la relación del rey con su pueblo era tan fluida que, como ejemplo, en la propia experiencia vital de Alfonso, en la que tuvo que soportar tres excomuniones y un interdicto, el pueblo ni le abandonó ni se opuso nunca a él, a pesar de que la situación eximía a los súbditos de seguir obedeciéndole.
Quizá convenga también, una vez comentado este caldo de cultivo, esta tierra en sazón para la siembra, propicios para que se diera este gran salto en la defensa de las libertades en León, hacer siquiera una ligera mención a alguno de los que pudieron (además de las circunstancias sociales y económicas ya aludidas) influir en el joven Alfonso para convocar a Cortes en ese concreto año de 1188.
Sin apoyatura documental, al menos por el momento, nadie puede sustraerse de pensar en quien llevaba las riendas de la Colegiata del Santo Isidoro, iglesia palatina y ya panteón real, el santo y sabio Martino de León o de la Santa Cruz. Por si mismo merece una reflexión, pero solo apuntaremos, de momento, que, por el hecho de haber llevado a cabo la convocatoria en dicho lugar, la decisión real y la propia reunión tuvieron que verse inspiradas por alguien que, en esa época, era ya considerado un gran sabio, y hasta un santo, y a él venían a consultar reyes, obispos y nobles.
¿Y que hay de los representantes de las Ciudades?
También aquí se echa en falta documentación que venga a despejar las sombras que los de siempre han intentado arrojar sobre las Cortes de 1188 y siguientes.
Cierto es que no disponemos de documentación sobre el modo de elección de los hombres del común que estuvieron en las Cortes alfonsinas, pero lo que ya nadie se atreve a negar es su presencia y participación; el propio rey, en su manifiesto final, así lo señala, y documentos existen a partir de 1194 que lo atestiguan. Y volvemos a recomendar, para quien desee profundizar en este aspecto, el libro de Rogelio Blanco, Las Cortes Leonesas de 1188. Primeras Cortes Parlamentarias, o el más reciente Tierra de Libertades.
Para ciertos complicados pensadores, su presencia se debió, más bien, al hecho de que, conociendo la presencia de los grandes del Reino en la Iglesia Palatina, el pueblo se habría amotinado a las puertas y alguien había propuesto al rey, para acallar sus quejas, que dejara entrar a alguno de los mayores alborotadores, pensando que allí dentro, impresionados por el boato de la reunión, se callarían y con ellos también el pueblo.
Ingeniosa explicación, es cierto; pero cómo explicar la presencia de personas de varias ciudades del Reino. ¿Qué habían venido a buscar en la urbe regia, algunos desde tan lejos?
Puede que su presencia se debiera a una designación del rey o sus consejeros, aunque, en este caso se presupone una predisposición y un conocimiento exhaustivo de lugares y personas, algo que, en otros momentos, requiere, probablemente, un tiempo más amplio que los escasos tres meses que van desde su coronación (enero) hasta la convocatoria de la reunión (abril) y contando con los medios de aquella época en la que un viaje, por ejemplo, a Ciudad Rodrigo llevaría varios días.
En efecto, no podemos trasladar al pasado la situación actual ni en orden al censo ni a la posibilidad de desplazamiento, pero ¿quién nos impide pensar que se hubiera pedido lo más fácil, descargando, precisamente, en los concejos, dada su experiencia, la elección de sus representantes? Volvemos de nuevo, a invocar el futuro de aquel momento para explicar el presente de la convocatoria. ¿No fue, precisamente León, el primer ayuntamiento constituido en España en la época de otro Alfonso, el de ordinal XI?
La propia dinámica que se va a seguir en convocatorias posteriores nos llevaría a deducir que incluso fueran en número de dos, los elegidos por cada ciudad, sin descartar, incluso, que cada una de ellas hubiera decidido su elección de modo diferente. Aquí tampoco podemos extrapolar la situación actual sobre el número de habitantes de cada una de las ciudades o villas representadas, lo que haría más fácil el conocimiento de los vecinos entre sí.
Lo que sí tenemos por cierto es que, de manera reiterada, en los documentos emanados de las siguientes Cortes, siempre aparece la fórmula de “los ciudadanos elegidos”, los hombres buenos de cada una de las ciudades llamadas a participar, de los que Alfonso señala “por cuyo consejo debo guiarme”. Y bien que se manifiesta en los Decreta dicha presencia; si no hubiera sido así, determinadas conquistas sociales y económicas no se hubieran producido, en modo alguno.
Los Decreta, la Carta Magna Leonesa y las conquistas sociales de las Cortes de 1.188
Vistas con ojos del siglo XXI y juzgadas con los parámetros de la actualidad, algunas no nos parezcan grandes conquistas. Sin embargo, a pesar, también aquí, del menoscabo que algunos pretenden, hay que comparar lo conseguido con lo que ocurría en los restantes reinos europeos.
Aunque no por orden en el que son citadas en el documento conocido como la Carta Magna leonesa, a mi entender, una de las grandes conquistas para una época, en la que, podríamos afirmar, se dormía casi con la espada ceñida o en permanente estado de guerra, es el hecho de conseguir que el rey acepte que no hará guerra ni firmará paz ni pacto sin el consejo de los obispos, nobles y hombres buenos. Es uno de los momentos en los que se aprecia, con mayor nitidez, el abajamiento, por decirlo de algún modo, del poder real, puesto que, en muchos casos, los intereses de las clases dominantes no coincidían con las delos hombres del común, cuyas preocupaciones más apremiantes eran el sustento de la familia y seguir vivos. Nada se les había perdido, por ejemplo, en un largo desplazamiento, olvidando las labores del campo o el oficio del que vivían, para ir a combatir a tal o cual señor o a conquistar un castillo que, en muchas ocasiones, no representaba más que el prurito de marcar la importancia de alguien en sus enemistades contra otro.
Dignos de señalar son también los decretos que afirman que se mantendrán las buenas costumbres de los predecesores del rey, señalando, seguramente, así hay que entenderlo, por ejemplo, los fueros generales o los de cada población, establecidos por los anteriores reyes. Incluso ese modo de entender la vida que hemos comentado al inicio y que nos es propio.
La confianza que en los decretos se traslada sobre la aplicación de la justicia, es, asimismo, un signo de avance de los tiempos. Es la figura del rey y los encargados de ejercerla los últimos responsables de su aplicación, al tiempo que se explicitan los modos de apelación, el intento de viciarla, etc. Para esa situación concreta, se anuncian los mayores castigos, puesto que el reo no solo será castigado en esta vida, sino que correrá el peligro de arrastrar su pena hasta más allá de la muerte.
Una importante cuestión también es que estos decretos se sancionan teniendo una conciencia clara de país, y ello es una innegable novedad, puesto que los mismos serán de obligada aplicación a todo el Reino. Alfonso así lo señala y lo firma con su sello cuando envía sendos documentos a determinados obispos, como el de Lugo o el de Orense.
En un breve resumen, el joven Alfonso determinó, en presencia de los oratores, los bellatores y los laboratores, lo que nos trasladan el escribano real y el armíger de palacio en la representación de las Cortes, que llevamos a cabo en la propia basílica del Santo Isidoro:
“Testigo fui de lo aquí acontecido y, por lo mismo, y siguiendo el mandato inequívoco de mi señor, D. Alfonso, tomé cumplida nota. Afirmo entonces que los derechos más significativos, que se sancionaron en estas Cortes, celebradas en el año del Señor de 1188, y de manera muy resumida, fueron:
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La defensa de la persona contra los abusos del poder, de los nobles, del clero y del propio rey. En suma, se aseguraron la transparencia judicial y las garantías procesales.
La no discriminación por razón de sexo ni de estatus social ni de religión.
La inviolabilidad del domicilio (algo que ya tenía precedentes en el Fuero de León de 1017).
La obligación, por parte del rey, de convocar a Cortes para declarar la guerra o firmar la paz.
Y el compromiso de la moneda forera, dicho de otro modo, la prohibición de devaluar la misma durante un determinado período, devaluación que siempre iba en perjuicio de las clases más desfavorecidas.
Esta es la verdad de lo sucedido, así quedó reflejado en mis escritos y así lo roboré con mi firma”.
A ver si este estado de postración traído por la pandemia pasa pronto y podemos volver a representar esta y otras teatralizaciones para disfrute y conocimiento de todos, en lo que a la historia leonesa se refiere. Necesitamos, cierto es, una gran dosis de autoestima para encarar las dificultades por las que esta sociedad transita.
- Textos: Hermenegildo López González
- Fotografía: Martínezl