Siguiendo la ruta de la lavanda con escalas en Marsella, Arlés, Rousillon y Aviñón
Van Gogh, Cézanne y Picasso no podían estar equivocados cuando quedaron deslumbrados por la luz y el color de la Provenza francesa y decidieron pasar buena parte de su vida aquí. Tampoco Albert Camus, Lawrence Durrell o Frédéric Mistral (premio Nobel de Literatura junto con José de Echegaray en 1904) lo estuvieron cuando encontraron aquí inspiración para sus obras. También, más recientemente John Malkovich, Dirk Bogarde o Angelina Jolie.
Porque la Provenza, con sus ciudades monumentales, sus pueblos medievales, sus vestigios romanos, sus campos de lavanda, sus montañas ocres y su naturaleza inviolada es el perfecto escenario para cualquier artista y el marco ideal para cualquier viajero. Este es un lugar donde incluso de noche el sol ilumina las estrellas, como en los cuadros de Van Gogh, como si una mano invisible hubiera girado la rueda del interruptor del cielo, aumentando la intensidad azul y la transparencia del aire.
No es raro que esta zona privilegiada haya sido poblada a lo largo de los siglos por las diversas oleadas de los primeros seres humanos durante la prehistoria y después por fenicios, griegos, galos, romanos, visigodos, ostrogodos, burgundíos, tolosanos y, si nos extendemos hacia el Languedoc o Italia, aragoneses, españoles, ligures, genoveses, piamonteses e italianos. Y todos ellos dejaron su huella de distintas formas.
Marsella, puerta de entrada
Alejandro Dumas, que la conoció bien y que ambientó aquí su más célebre novela, El Conde de Montecristo, la definió como«el punto de encuentro de todo el mundo». Su vocación marinera y su situación en el Mediterráneo hicieron de Marsella una ciudad de acogida y de fusión. Con 26 siglos de historia a sus espaldas, mira abiertamente hacia el futuro.
Puede que la imagen que el mítico Edmond Dantès tuviera al enfilar la bocana del puerto de Marsella, convertido ya en Conde de Montecristo, fuera muy diferente a la de hoy, casi 200 años más tarde, pero sin duda sus emociones al contemplar primero la fortaleza de If, antigua prisión situada en una pequeña isla en el archipiélago de Frioul, en la bahía de Marsella y que acabó siendo su triste residencia y después las dos magníficas fortalezas que resguardan el puerto serían similares a las que experimenta el viajero que entra a bordo de un típico barco marsellés en el Vieux Port de esta ciudad, la más antigua y grande de Francia. Y la segunda más poblada con unos 860.000 habitantes.
Y es que las imponentes siluetas del fuerte de San Juan a babor y de San Nicolás a estribor dan una idea del turbulento pasado de esta ciudad donde no han sido extraños griegos y romanos y donde han dejado sus huellas construcciones religiosas medievales, fortificaciones del siglo XVI, lujosas residencias de los siglos XVII y XVIII y los numerosos edificios prestigiosos construidos en el siglo XIX. El fuerte de San Juan curiosamente tiene un foso que lo aísla de la ciudad, y sus cañones, como los del fuerte San Nicolás, apuntan a la rebelde Marsella y no al mar. Se ve que había más peligro dentro que fuera en aquellos años. Asedios, explosiones y una terrible epidemia de gripe en 1720 marcaron la historia del lugar y todavía hoy parecen estar demasiado presentes.
Mención aparte merece la Basílica de Notre Dame de la Garde y su estatua de la Virgen María, patrona de la ciudad, de más de 11 metros que protege a los pescadores y que la convierte en el punto más alto de la ciudad. La tradición dice que hay que subir andando hasta la basílica, rezarle una oración a la Virgen y pedirle lo que uno necesite y si la Virgen cumple con lo pedido hay que llevarle una ofrenda, estas ofrendas en forma de maquetas de barcos, aviones… se pueden observar en su interior colgadas de la nave, una nave, espectacular, por cierto, con tres cúpulas decoradas con mosaicos de palomas sobre tapices de flores de diferentes colores en cada bóveda, un estilo muy peculiar que recuerda en cierta medida a oriente.
Por supuesto, Marsella también es moderna y futurista. Ahí está la Unité d´Habitation del visionario Le Corbusier y los vanguardistas proyectos que vieron la luz en 2013 al convertirse en Capital Europea de la Cultura, uno de ellos, se encuentra unido al fuerte de San Juan por una pasarela de 130 metros, se trata del Museo de las civilizaciones de Europa y del Mediterráneo, conocido como MuCEM, inaugurado en junio de 2013 se define como un «museo de sociedad» consagrado a la conservación, estudio, presentación y mediación de un patrimonio antropológico relativo a la zona europea y mediterránea. Pero en este museo no solo llama la atención sus colecciones, merece la pena pasear por su impresionante estructura metálica. Por cierto, el MuCEM es gratuito siempre que no se entre en grupos mayores de cuatro personas, por lo que si se va en grupo es recomendable entrar de dos en dos y ahorrarse la entrada.
A pocos metros del fuerte y del museo podemos admirar la preciosa Catedral de Marsella (Cathédrale La Major), erigida sobre una antigua iglesia paleocristiana y una primera iglesia «Mayor» del siglo XII, su construcción fue encargada a mediados del siglo XIX por el mismísimo Napoleón Bonaparte, quien además colocó su primera piedra. Por su tamaño se la compara con San Pedro de Roma, aunque su particular diseño de franjas horizontales de inspiración bizantina a base de piedra verde de Florencia y el delicado mármol de Carrara le dan un aspecto inconfundible y la convierten en algo que no hay que perderse en una visita a Marsella.
Si se dispone de tiempo, merece la pena dar un paseo en barco recorriendo el litoral y disfrutando de las vistas de Marsella desde el mar hasta llegar a la Isla de If donde uno puede sentirse como el Conde de Montecristo paseando por el interior del Castillo que antiguamente sirvió de prisión.
El Puerto Viejo es sin duda el lugar más animado de Marsella. Poblado de veleros, protegido por fortalezas y rodeado de terrazas donde dejar pasar el tiempo con un café, una copa de vino o, la bebida típica aquí, un pastís, una especie de anís que se sirve aguado. Mención aparte, merece otra de las bebidas típicas, la absenta, con casi 90 grados de alcohol, que popularizaron artistas y escritores como Wilde, Van Gogh, Baudelaire, Manet, Picasso, Lautrec, Degas y Hemingway, entre otros, con la que encontraban la inspiración.
En torno al puerto hay muchos restaurantes y no hay que perder la oportunidad de disfrutar las especialidades marsellesas: la célebre bullabesa, una sopa de pescado que se come dos veces, primero la sopa y luego de nuevo sopa con el pescado y los mariscos con que se ha cocinado, los «pieds et paquets» (carne picada con especias y bacon) y las «navettes» (bizcocho en forma de barco con sabor a naranja).
Por último y antes de continuar con nuestro viaje conviene dedicar una hora a visitar en el puerto viejo, la «Savonnerie Marseillaise de la Licorne» lo más parecido que existe a un museo del jabón de Marsella, un producto cuya elaboración comenzó en esta ciudad mediterránea en el siglo XII y que se fabrica de la misma forma desde hace 100 años, mezclando aceite y sosa que se tritura con unos rodillos de granito, posteriormente se le añade miel, esencias o perfumes que le dan el olor final, la masa resultante se introduce en un molde para darle forma a la pastilla, para finalizar los jabones se estampan manualmente. En el museo podremos realizar nuestras propias pastillas de jabón, así como comprar multitud de ellas con diferentes formas y olores.
Arlés, regreso al pasado
Ya los romanos en el siglo I descubrieron el encanto y la posición estratégica de Arlés, muy cerca del Mediterráneo, en la desembocadura del Ródano y del actual Parque Nacional de Camargue. Y allí siguen sus restos, comenzando por el anfiteatro romano, con capacidad para 20.000 espectadores, el teatro, el obelisco del Circo, el foro y las termas de Constantino. A iniciativa de Prosper Mérimée, el célebre creador de la novela Carmen, que inspiró la ópera, el anfiteatro fue restaurado, y hoy, convertido en Patrimonio de la Humanidad, es escenario de numerosos espectáculos, en particular corridas de toros.
Entre los espectadores de excepción de las corridas de toros se encontraron Pablo Picasso, que donó 57 dibujos a la ciudad, y Vincent van Gogh, éste último vivió en la «casa amarilla» durante algo más de un año. Aquí se inspiró para pintar su célebre cuadro «Una noche estrellada», el famoso paisaje nocturno de Van Gogh donde no aparece el color negro. En estas calles el holandés halló el secreto que transformó su arte, «un sol que inunda todo con una luz de oro fino» y todavía hoy en día en la plaza del foro uno se puede sentar en el ahora llamado «Café Van Gogh» que inspiró su pintura «Le café le soir».
Tierras de lavanda y ocres
Es hora de emprender el camino y tratar de descubrir los paisajes morados, las plantaciones de lavanda que durante buena parte del año adornan estas tierras. A poca distancia se alcanza Vaugines donde si uno se siente animado puede alquilar una bicicleta eléctrica y dedicar una jornada a visitar los pequeños y maravillosos pueblos de alrededor en un circuito de unos 30 kilómetros que el motor de la bicicleta ayuda a realizar casi sin esfuerzo, empresas como www.bikesession.frademás proporcionan un guía que se adaptará a nuestras necesidades haciendo paradas en los pueblos más significativos de la ruta, como Ansouis, Saint Martin de la Brasque, Cabrières d´Aigues o Cucuron.
Antes de llegar al final de nuestro viaje en Aviñon merece la pena hacer una parada en Rousillon, el pueblo de los ocres por excelencia que está incluido entre los pueblos más bellos de Francia, es un placer pasear por el casco antiguo, y ver todos los tonos posibles de ocres en las fachadas de las casas, especialmente si coincide en jueves, día en que se celebra un animado mercado durante los meses de abril a octubre y en las terrazas se pueden degustar las delicias provenzales, oportunamente maridadas con los afrutados vinos de esta tierra orientada al Mediterráneo.
A las afueras del pueblo no hay que perderse Le Sentier des Ocres, o Sendero de los Ocres, es un recorrido por los bosques contiguos a Rousillon, en el que en un cómodo paseo uno puede llegar a encontrar hasta 17 matices diferentes de ocres, que van desde el blanco dorado hasta el rojo púrpura, pasando por el amarillo claro, el amarillo azafrán o el terracota, entre otros. Estos pigmentos están formados por arena arcillosa y óxido de hierro. Desde finales del siglo VIII hasta la irrupción de los colores sintéticos, el municipio explotó este lugar para hacer botes de colores.
Un consejo, para el paseo es mejor ir con zapatillas oscuras, ya que el polvo amarillento pueden ensuciarlas. Si se dispone de tiempo, también merece la pena visitar el Conservatorio de los Ocres, una antigua fábrica de pinturas cerrada desde los años 70 y transformada en museo donde podremos comprender el proceso que sufrieron estas tierras durante miles de años, como acabaron teñidas de esos magníficos colores y como tiempo después se explotaron para la fabricación de los pigmentos utilizados por grandes artistas en el mundo entero.
Aviñón, residencia papal
La luz de Aviñón fascinó a Picasso cuando, a los 31 años, llegó a sus puertas lleno de vigor creativo. Mucho antes, en 1309, la ciudad fue sede del mayor cisma de la Iglesia católica y en ella se refugiaron los Papas hasta convertirla en una de las capitales del mundo. Aviñón, Capital de la Cristiandad en la Edad Media, conserva aún las huellas de ese grandioso destino: en el Palacio de los Papas, que es el palacio gótico más importante del mundo (15.000 m2 de base, es decir, el volumen de 4 catedrales góticas), vivieron 9 papas durante 112 años y como anécdota hay que destacar que cuando se reunían los obispos para elegir nuevo papa, no existía por aquel entonces el humo blanco o fumata blanca para declarar al mundo que habían llegado a un consenso, si no que una persona tocaba la campana durante 24 horas.
Especialmente interesante en la visita al palacio son los apartamentos privados del Papa y sus fabulosas decoraciones de frescos realizadas por el artista italiano Matteo Giovannetti o el salón comedor, donde en la época comían 600 personas durante 7 horas en un banquete en el que se contaban los vasos, que eran de oro, al principio y al final del mismo, por si acaso… en uno de ellos, el Papa Clemente VI fue el primero en utilizar un tenedor de dos puntas, ya que se comía con las manos y ponerlo de moda hasta nuestros días.
Pero Aviñón es mucho más, tiene más de 136 monumentos históricos y 46 plazas, aunque algo que no hay que perderse es el puente Saint Bénezet conocido como el «pont de Avignon», famoso en el mundo entero gracias a la canción; también lo son sus murallas, un conjunto monumental excepcional catalogado Patrimonio mundial de la UNESCO y que en el siglo XIV llegaron a tener 5 Kilómetros, así como decenas de iglesias y capillas… Son tantos los vestigios de un pasado con una historia rica que le dan un atmósfera única a la ciudad.
Texto y fotografías: Enrique Sancho Cespedosa
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