La división del Imperio Leonés se consolida y Sancho es elevado a la categoría de Rey de Castilla.
El día 31 de agosto de 1158 fallecía en Toledo, lugar también de su nacimiento, quien ha pasado a la historia como Sancho III de Castilla, “el Deseado”. Era hijo de Alfonso VII de León y de Berenguela de Barcelona, primera esposa de este. Sus abuelos fueron, por la parte leonesa, Urraca I y el conde Raimundo de Borgoña; por lo que hace a sus abuelos maternos, nos encontramos a Ramón Berenguer II, conde de Barcelona y Dulce de Provenza.
Estamos en pleno proceso de desmembración del Imperio leonés, por mor de la decisión de la corte de Alfonso VII que, como hemos señalado ya en otras ocasiones, había culminado el sueño de sus antepasados, coronándose Emperador de toda Hispania, el día 26 de mayo de 1135.
Se ha especulado mucho sobre las razones de esta, a todas luces, desacertada decisión y quizá no se deban descartar, incluso, razones médicas, como algunos autores argumentan. A ello cabe añadir, sin duda, el deseo de la alta nobleza de enfrentarse a un rey más débil, del que podrían obtener mayores beneficios a cambio de apoyo y ayuda frente a sus enemigos, especialmente los más próximos.
El mimetismo de la independencia de Portugal, lograda gracias a las gestiones habilidosas de Alfonso Henríquez aceptando como emperador a su primo Alfonso de León y los apoyos obtenidos del papado, será también un más que posible detonante para que los siempre díscolos condados castellanos vean la oportunidad de constituirse asimismo en un reino separado de León; reino que, repitámoslo una vez más, había llevado sobre sus espaldas, y ello durante dos siglos y medio, la responsabilidad de rehacer la unidad de una Hispania romano-visigoda, perdida tras la invasión de los musulmanes en el 711.
Aquella Castilla, de efímera existencia durante los siete años que había reinado en ella Sancho II, el hijo de Sancha y Fernando I, había visto la oportunidad de recuperar ese estatus y no estaba dispuesta a dejar pasar la ocasión.
Llegamos, entonces, al año 1155; en una curia celebrada en Valladolid, se impone el criterio de la división de la herencia del Emperador entre sus hijos Sancho y Fernando. Cierto es que ya venían ejerciendo como representantes regios en sus respectivos territorios y que Sancho había sido denominado, por momentos, rey de Nájera, rey de Castilla y Soria…; pero, hasta entonces, no se había hecho más que seguir las disposiciones de anteriores reyes que preferían que el reino fuera controlado directamente por miembros de la familia real; recuérdese la decisión de Alfonso VI en lo relativo a los condados de Galicia y de Portuscale.
Los acontecimientos se precipitan definitivamente en 1157, con la pérdida de Almería que pasa a manos de los almohades y, siendo gobernada por Abu-l-Abbás, formará parte de la circunscripción de Granada. En ese momento, el Emperador, que ha intentado, en vano, recuperarla, se ve sumido en una gran depresión y fallece, el 21 de agosto del mismo año, en las cercanías del Puerto del Muradal.
La división del Imperio Leonés se consolida y Sancho es elevado a la categoría de Rey de Castilla. Efímero reinado puesto que fallece apenas un año más tarde en Toledo. Deja como sucesor a un hijo menor de edad, de nombre Alfonso, habido de su matrimonio con Blanca Garcés, hija del rey de Pamplona, García Ramírez y de Margarita de L’Aigle. De hecho, este matrimonio se había celebrado, a instancias de su padre, el 30 de enero de 1151 para consolidar las relaciones con el reino de Pamplona, política que hemos rastreado ya desde el rey de León Ordoño II, casado él mismo y sus dos hijos con infantas del citado reino.
Conviene detener aquí un instante nuestra reflexión para aclarar o, al menos, mostrar nuestro disgusto por lo que hace a la numeración de los reyes de León y de Castilla. Sancho I, llamado el Craso, hijo de Ramiro II y de Urraca Sánchez, fue únicamente rey de León; el segundo Sancho, el hijo de Sancha y Fernando I, fue auto coronado rey de León, por lo que podemos aceptar que fuera Sancho II de León y primero de Castilla, aunque, una vez conseguida la corona de León, firmaba como rey de León, naturalmente de mayor prestigio que si lo hiciera como rey de Castilla.
Lo que, sin embargo, no tiene sentido alguno, es aceptar que se denomine a este Sancho, el hijo de Alfonso VII, III de Castilla. Y mucho menos que su hijo Alfonso, tenga el ordinal VIII, teniendo en cuenta que no había existido rey alguno en Castilla con ese nombre. Esta confusión, a todas luces intencionada, no existe, sin embargo, con los reyes de Pamplona-Navarra o Aragón que mantienen la línea de sus respectivos reyes sin mezclarlos con ningún otro reino. Lo mismo ocurre con Portugal que no comienza con un Alfonso VIII, lo que podría hacer siguiendo los criterios de Castilla… Hora sería ya de ponerse de acuerdo sobre un aspecto tan simple y tan fácil. Sobre todo, para evitar otro tipo de barullos y hasta extrapolaciones al día de hoy confundiendo reinos con comunidades autónomas de nuevo cuño y sin el más mínimo sentido.
Hay que señalar que, durante el año de su permanencia en el trono, Sancho II de Castilla apenas tuvo ocasión de entrar en conflictos, ni siquiera territoriales (que vendrían más tarde y que fueron aparcados, de momento, por el Tratado de Sahagún), con su hermano Fernando, el rey de León. De un lado, por la escasez de tiempo y de otro, algunos pretenden ver en ello la intervención de la hermanastra de ambos, hija de Alfonso VII y Riquilda de Polonia, a la que la historia viene denominando, también equivocadamente, Sancha de Castilla, cuando su verdadero título sería el de infanta de León, al menos, hasta su matrimonio, en 1174, con Alfonso II de Aragón. De nuevo la manipulación y la ocultación de los hechos y los personajes leoneses…
De cualquier modo, atribuir intervención alguna, en ese sentido, a una niña de apenas 3 años (nació en 1155), se nos antoja muy poco plausible. Nuestro criterio es muy diferente y, creemos, mucho más lógico; no conviene olvidar que, a la muerte del Emperador, vivía, en el palacio real, anejo a la iglesia palatina del Santo Isidoro, la gran dama de aquellos momentos: doña Sancha Raimúndez, la hermana mayor de Alfonso VII, a la que este había otorgado el título de reina. ¿No sería, más bien, ella la que actuó de mediadora entre ambos y la que llegaría a imponer un cierto criterio de racionalidad a la situación creada? De nuevo una mujer, y para más señas, otra Sancha, la que traía la paz al reino en un momento tan delicado; recordemos que otro tanto había ocurrido a la muerte de Fernando I. La reina titular, Sancha Alfónsez fue capaz, mientras vivió, de evitar la guerra entre sus hijos tras la desgraciada decisión, también en aquel momento, de dividir el reino más poderoso de todos los peninsulares.
Como argumento convincente, podemos señalar, además, el hecho de que, ante la situación en la que quedaba el niño rey, Alfonso, se le propuso a la reina Sancha, su tía abuela, ejercer como tutora del mismo. Tal encargo fue rechazado por ella escudándose en su longevidad y, seguramente, en que no deseaba alejarse de su palacio, al lado del santo del que ella se había denominado su esposa: san Isidoro. Tampoco desconocía, como persona juiciosa y conocedora de las intrigas de la nobleza, lo que podría ocurrir en un futuro inmediato, en el entorno de la corte castellana.
En la tesitura, y dado que se estableció una verdadera lucha entre las dos grandes familias del reino, la Casa de Lara y la Casa de Castro, por hacerse cargo de la regencia, fue nombrado tutor del niño (de dos años y nueve meses), por deseo expreso de su padre en el lecho de muerte, don Gutierre Fernández de Castro que había ejercido ya como ayo del propio Sancho II de Castilla (en nuestra denominación).
Sin embargo, la situación cambiaría de inmediato, dado que ese mismo año de 1158, con hábiles maniobras, los Lara consiguieron interferir en los deseos del difunto rey.
Esa será la tónica durante los años de la minoría de edad del futuro Alfonso I de Castilla (que finalizará el 11 de noviembre de 1169), la lucha entre los dos clanes para conseguir aumentar su influencia, que no era poca ya, en el Reino de Castilla, incluso con algunas intervenciones, a favor de los unos o los otros del propio Fernando II de León. Así se confirmaban los augurios expresados más arriba de que, a menor fortaleza de la corona, mayor poder de la nobleza.
Sancho sería enterrado en Toledo, al lado de su padre, el Emperador, aunque posteriormente sus respectivas tumbas cambiarían de lugar hasta la intervención, en la catedral primada, del Cardenal Cisneros que fijó su emplazamiento definitivo.