El pacto establecido entre los hijos de este Alfonso III parecía haber determinado que el reino pasaría sucesivamente a manos de sus tres hijos (García, Ordoño y Fruela), mientras alguno de ellos se mantuviera en vida
Siguiendo nuestra costumbre, abordamos hoy determinados acontecimientos ocurridos alrededor de la coronación de Alfonso IV (12 de febrero del año 926), lo que hace que algunos de ellos puedan aproximarse a la fecha de aparición de esa reflexión sobre nuestra historia.
El 20 de diciembre del año 910 fallecía en la ciudad leonesa de Zamora el gran rey Alfonso III el Magno que, a todos los efectos, y ya para muchos historiadores, había trasladado la corte desde Oviedo al viejo campamento de la Legio. Se producía entonces la primera coronación de un rey (García I) en dicho lugar y nacía, de facto, el Regnum Legionense que se prolongaría hasta su disolución, producida, en un primer estadio, el 23 de septiembre de 1833.
No vamos a entrar aquí y ahora en el porqué de este aserto, pero cualquiera, medianamente ilustrado y lejos de toda manipulación interesada, podría defenderlo sin demasiado esfuerzo. Mas no se trata ahora de entrar en ningún tipo de demostración sobre la existencia y del Reino de León y su pervivencia en el tiempo, sino de hacer un mínimo repaso, en un contexto temporal concreto, a unos años, en los que dicho reino trataba de asentarse como realidad política y esperanzadora para muchos de los habitantes del norte peninsular… y no solo astures (transmontanos y cismontanos) y otros territorios de nuestro contexto cultural y vivencial.
El pacto establecido entre los hijos de este Alfonso parecía haber determinado que el reino pasaría sucesivamente a manos de sus tres hijos (García, Ordoño y Fruela), mientras alguno de ellos se mantuviera en vida. Así, el breve reinado de García, de apenas 4 años y muerto sin descendencia, supuso la llegada al trono de su hermano Ordoño (reinante, hasta el momento, en Galicia) que traería a los habitantes del entorno una gran esperanza y, por decirlo de alguna manera, la consolidación definitiva, al menos en apariencia, del Reino. Pero, para bien o para mal, todo en este mundo es perecedero y la expectativa apenas duraría 10 años, exitosos, en general, es cierto.
La muerte de Ordoño II despertará algunas de las pasiones más despreciables entre los humanos que, por conocidas, no necesitamos recordar. Fruela II, a quien la historia apodaría como el Leproso, gobernaba Asturias, sujeto a la autoridad del rey de León y sin intervenir prácticamente en conflicto bélico alguno contra los musulmanes; mas, a la muerte de su hermano (junio de 924), reivindicó el Reino para sí. De hecho, según se desprende de actuaciones posteriores, con la oposición manifiesta de muchos nobles del mismo (Olmundo y sus hijos Aresindo y Gebuldo, entre otros, a los que ordenaría ejecutar) y hasta del obispo de León Fruminio II al que luego desterró.
El problema venía del hecho de que Ordoño sí había dejado descendencia y sus hijos ya se habían puesto de acuerdo para repartirse los territorios de su padre. Por esta razón, se juramentaron contra su tío y, de otro lado, el destino jugaba a favor de obra. Así, apenas un año y dos meses más tarde(agosto del año 925) el rey Fruela moriría de esa enfermedad que, desde tiempos lejanos, era considerada como un castigo divino. De ahí la interpretación de la Primera Crónica General que atribuye a la divinidad su prematura muerte porque sus hechos no eran del agrado de Dios.
Fue, en un primer momento, enterrado al lado de su hermano Ordoño, en la Catedral de León, si bien, pocos años después, por mandato del rey de León Bermudo II, temiendo incursiones musulmanas sobre la ciudad, sus restos, como los de otros miembros de la familia real, serían trasladados a Oviedo.
Sin embargo, su desaparición no resolvería el conflicto sucesorio; es más, se agravaría puesto que, en el tablero de la historia, se encontraban ahora los hijos de dos reyes con aparentes o reales derechos al trono; de un lado, los hijos de Ordoño II (Sancho, Alfonso y Ramiro) y del otro, los hijos de Fruela II (Alfonso Froilaz, Ordoño y Ramiro).
En un primer momento, Alfonso Froilaz conseguiría, con el apoyo de sus hermanos, hacerse con el trono legionense, si bien, su reinado fue tan corto e intrascendente (menos de un año) que muchos historiadores dudan hasta de que se hubiera producido; para ellos, la confusión vendría de una simple coincidencia con el nombre de su primo que reinaría como Alfonso IV, el Monje.
En este estado de cosas, y vistos los apoyos de los Ordoñez, los Froilaz se retirarían discretamente del otro lado de la cordillera Cantábrica donde Alfonso Froilaz, el Jorobado, seguiría, durante un tiempo, actuando como rey de Asturias.
Hemos hecho alusión a los apoyos de los Ordoñez y quizá deberíamos explicitarlos, aunque no sea más que por señalar ya las ramificaciones e intereses que se habían ido tejiendo alrededor del Reino que, a pesar de todo, se presumía como el más importante de cuantos habían surgido en el norte de la Península. Al mayor, Sancho, el apoyo le venía de parte de los nobles gallegos, hasta tal punto que, declinando sus derechos de primogenitura, decidiría quedarse en Galicia, como rey subordinado a su hermano Alfonso, y, seguramente, a petición de su esposa gallega Goto Núñez; en el caso de Alfonso, su amparo y protección le llegaba de Sancho Garcés I de Pamplona (que había entrado en relación con el Reino de León ya en época de Ordoño II), padre de Onneca con la que había contraído matrimonio el segundogénito de los hermanos. Ramiro, por su parte, gozaba del patrocinio de los principales nobles al sur del rio Miño, parientes de su esposa Adosinda Gutiérrez, y donde él mismo se asentaría como rey, dependiente también de su hermano Alfonso, con capital en Viseu.
Las aguas parecían haberse aquietado, seguramente porque del otro lado del cordal no se producían grandes inconvenientes y porque, asimismo, Alfonso no fue demasiado beligerante con sus primos. Sin embargo, tras la muerte de Onneca Sánchez, fallecida en junio del año 931, y la consiguiente renuncia al trono y “entrada en religión” de su esposo Alfonso, llegaría al poder el benjamín de los Ordoñez, Ramiro II, con un carácter muy diferente al de su hermano.
Los acontecimientos, de otro lado, se van a precipitar en favor de los intereses del nuevo soberano y, ante el intento de Alfonso de recuperar el trono, apoyado, incluso, por sus otrora enemigos, los Froilaz, el enérgico Ramiro no perdería la ocasión de derrotarlos definitivamente y apartar estas molestias e inconvenientes, para afianzarse definitivamente en el trono, a la par que mostrar a quien quisiera ver y oír, que no estaba dispuesto a tolerar traición alguna y que ejercería su poder contra cualquiera que lo pusiera en duda; su mano no le temblaría.
Como consecuencia de todo ello, el año 933, los tres hermanos Froilaz, sus primos, y su propio hermano Alfonso serán encerrados en el Monasterio de Ruiforco de Torío (hoy desaparecido, pero muy presente en algunos aconteceres posteriores del Reino de León), próximo a la villa de Manzaneda de Torío, después de haberles sido aplicada la terrible pena a la que eran condenados los grandes traidores: la desorbitación. Allí morirían y allí serían enterrados, aunque posteriormente, el rey Alfonso V ordenaría que sus restos fueran trasladados a lo que, con el tiempo, sería el Panteón Real de San Isidoro, en León.
Terminaban, de esta manera, tan poco edificante, para nuestra mentalidad de hoy, los años que hemos denominado de anarquía y se abría una ventana a la esperanza con la llegada al trono de uno de los grandes reyes de la nómina leonesa: Ramiro II el Grande o el Invicto.
- Textos: Hermenegildo López
- Fotografías: Martínezld