Debería haberle correspondido el reino, de haberse aplicado estrictamente, el derecho otorgado al primogénito, pero fue privada del mismo por su condición de mujer.
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La Sancha a la que recordamos hoy, para terminar esta serie dedicada a cuatro mujeres leonesas, es la hija mayor de Urraca I de León, por la que hemos comenzado estas reflexiones, y de Raimundo de Borgoña; hermana, por lo tanto, de Alfonso VII el Emperador, y 10 años mayor que él, según algunos historiadores. Sin embargo, no todos se han puesto de acuerdo en este dato, puesto que otros la suponen nacida en 1102, con lo que, de ese modo, sería solamente 3 años mayor que su hermano.
De cualquier modo, deberíamos afirmar que, como en el caso de su tía abuela Urraca la Zamorana, debería haberle correspondido el reino, de haberse aplicado estrictamente, el derecho otorgado al primogénito, pero fue privada del mismo por su condición de mujer. A pesar, si así podemos decirlo, de ser, en este caso, hija de una reina. Sin embargo, ya desde su infancia, constató que las intrigas, fundamentalmente, de los condes gallegos, hacían del infante Alfonso, su hermano, una especie de moneda de cambio o más bien de presión ante los supuestos devaneos de su madre y su, así lo afirmaban algunos, incapacidad para gobernar.
De hecho, cuando su madre hereda el trono, en 1109, y si nos atenemos a la primera fecha que se sugiere como posible de su nacimiento, cuenta ya con 14 años y su hermano únicamente 4, por lo que podría incluso colegirse que, dada la mortandad de los niños en esa época, podría haber albergado esperanzas de convertirse en reina. Yo tengo por seguro que nunca lo intentó y ni siquiera lo pensó, por la simple razón de que era testigo directo de las dificultades de su madre al frente del gobierno del reino.
Es más, desde esos años convulsos, la joven Sancha quiso vincularse, y así lo hizo, al infantado leonés, y se crió junto a sus tías las infantas Sancha y Elvira, hijas de su abuelo Alfonso VI y de su cuarta esposa Inés, las cuales se encontraban, en ese momento, a la cabeza de dicha institución, fundada en tiempos de Ramiro II. Seguramente ahí tomaría también la decisión de seguir el ejemplo de su tía-abuela, la gran Urraca Fernández, a la que conoció siendo muy niña y cuya huella aún se sentía en la casa isidoriana, en la que quedaban aún actuaciones por realizar.
Ciertamente no se ha escrito mucho sobre esta infanta, lo que seguramente significa que se mantuvo en la sombra, pero siempre actuó como consejera fiel de su hermano el Emperador por lo que su firma aparece en multitud de ocasiones, al lado de la de su hermano, confirmando documentos de cesiones y actuaciones reales.
La primera de las actuaciones de esta ayuda callada, pero convincente, podemos situarla en el mismo momento del acceso al trono de Alfonso VII. Veamos: por la coincidencia de las fechas, se puede fácilmente colegir que Alfonso acompañó a su madre en sus últimos momentos y que trató de inmediato de hacerse con las riendas del poder para evitar males mayores.
Así fue reconocido, de inmediato, como rey, por los nobles y eclesiásticos que le acompañaban o le hacían llegar informaciones de su aceptación, puesto que, al parecer, su figura había despertado gran simpatía en el pueblo leonés; ¡de nuevo un hombre en el trono! Sin embargo, en la urbe regia no ocurría lo mismo; el gobernador de las torres de la ciudad, recelando de algunos de los que le acompañaban o apoyaban, no permitía al séquito real entrar en León.
Tuvo que ser Sancha la que lograra, después de las consiguientes negociaciones y, también, por qué no decirlo, la amenaza de Suario Vermúdez al frente de la tropa real, los que consiguieran calmar o incluso reducir a los insurrectos. Se repetía una situación ya vivida en la llegada de Fernando, el conde castellano y esposo de Sancha Adefónsiz, a la ciudad, tras la batalla de Tamarón.
Resueltas estas reticencias, Alfonso será coronado por segunda vez (puesto que ya lo había sido, en 1111, apenas con 6 años, en la Catedral de Santiago de Compostela), rey de León, en ese año de 1126. Todavía le quedará una tercera; mas esta será la de su entronización como Emperador de toda Hispania, en 1135.
Y aquí constatamos, de nuevo, la cercana compañía de su hermana Sancha. En la Crónica del Emperador Alfonso se afirma que “El día fijado, llegó el rey, con él su esposa la reina doña Berenguela y su hermana la infanta doña Sancha…”. Algo sobre lo que se insiste más adelante: “el segundo día (26 de mayo), en que se celebra la venida del Espíritu Santo, los arzobispos, los obispos, los abades, todos los nobles y plebeyos y todo el pueblo, se reunieron de nuevo en la iglesia de Santa María, junto con el rey Garcíay la hermana del rey, tras recibir el consejo divino, para proclamar emperador al rey…”
Podemos afirmar, entonces, que los tiempos y las circunstancias nos hacen revivir lo ocurrido ya en tiempos de su abuelo Alfonso VI, en sus relaciones con la gran Doña Urraca. El canónigo de San Isidoro y cronista, don Lucas, posterior obispo de Tuy, señala que cuando Alfonso fue reconocido como rey, “sentó consigo en el trono a doña Sancha, ordenando que la llamaran reina”, título utilizado por la infanta con frecuencia, especialmente en sus últimos años. Aún se puede constatar en el epitafio de Pedro Deustamben, el constructor de la bóveda de San Isidoro en el que se señala que: “Fue sepultado en este lugar por orden del emperador Alfonso y la reina Sancha”.
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Estamos, como asegura el historiador Juan Luis Puente en su libro Reyes y reina de León, “ante una mujer independiente, de fuerte personalidad y gran habilidad para tomar decisiones.”; algo que podemos constatar hasta en las alianzas que se establecieron con los otros reinos a través de las bodas de sus sobrinas. ¿Acaso nos sorprende, después de haber reflexionado sobre el carácter de su madre, sus tías o la mayoría de sus antecesoras? ¿De nuevo tendríamos que aludir a las cualidades de la mujer leonesa? Creo que es algo que ha quedado perfectamente demostrado…
Sus propiedades, como “dómina del infantado”, eran enormes y siempre supo preocuparse por sus monasterios para que mantuvieran una vida intachable, en el aspecto religioso, al tiempo que se desveló también para que no les faltaran los bienes necesarios para asegurar su subsistencia. Las decisiones, en ese sentido, las tomaba con plena libertad, como persona que no tenía que dar cuentas a nadie; ni siquiera a su hermano que, de otro modo, siempre le manifestó su plena confianza.
A la muerte del emperador (1157), ella intentó que los reinos surgidos del reparto de su hermano (León y Castilla), se mantuvieran en paz, algo que procuraba, especialmente en la tierra de los Campos góticos, frontera siempre de conflictos entre ambas coronas y en la que poseía varios monasterios.
En 1158, la muerte de su sobrino Sancho (que únicamente gobernó un año) dejará en Castilla un niño de 4 años. Entonces se intentó hacer de ella una especie de tutora del niño rey, el que denominarán Alfonso VIII (primero de Castilla), algo que la infanta-reina Sancha declinó porque iba a cumplir 65 años y, para la época, ya era una edad demasiado avanzada para esos menesteres.
Cabe decir también que, como a la mayor parte de esas grandes figuras de la Edad Media, se tejió alrededor suyo toda una historia de leyendas que venían a resaltar su virtud e incluso su santidad. Se la supone haber viajado a Jerusalén donde se habría encendido repentinamente un candelabro, sin intervención humana alguna, también que habría conseguido traer hasta León, una espina de la corona del martirio de Jesús y un trozo de la Veracruz, etc. Pero estas intervenciones no pasan de ser bonitas leyendas, incluso no demasiado conocidas; sin embargo, la mayor parte de los leoneses sí recuerdan el milagro que compartió con San Isidoro, ya en época de su sobrino Fernando II (1158), que se conmemora todos los años en la fiesta de las Cabezadas y que resumimos. La lluvia faltaba en los campos de León y se decidió llevar las sagradas reliquias del Santo Isidoro en peregrinación a una ermita que se encontraba, al parecer, en el espigón de Trobajo del Camino, a la salida de esta localidad. En ese momento la lluvia cayó en abundancia, pero no había forma de mover las andas sobre las que se encontraban los restos del santo. La intervención de la reina Sancha que se mantuvo en ayuno y oración durante tres días hizo que las dichas andas se volvieran tan livianas que pudieron levantarlas cuatro niños… eso sí, a cambio de la promesa de no volver a sacar al santo fuera de la Real Basílica.
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No conviene olvidar, asimismo, que a ella se debe el traslado de las monjas benedictinas, que se ocupaban del monasterio de San Pelayo, hasta Carbajal de la Legua. Cuando este cenobio se unió con la Basílica de San Isidoro, la reina juzgó de mayor interés que estos lugares fueran encargados a una comunidad de canónigos bajo la regla de San Agustín que se encontraban, precisamente, en esa localidad. Posteriormente, las religiosas volverían a la urbe regia, pero ya con el apelativo que conservan desde entonces: las Carbajalas.
Además de las múltiples cesiones que hizo a los Monjes Hospitalarios de San Juan de Jerusalén y su dedicación diaria a la guardia y custodia de los monasterios del reino, cabe destacar la fundación de algunos como el de La Espina, San Miguel de las Dueñas, San Martín de Castañeda, etc. o la restauración que llevo a cabo del de Valdeiglesias en Toledo, el Convento de Vega, Sahelices de Mayorga o el fantástico monasterio de Santa María de Carracedo.
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La infanta-reina Sancha Raimúndez falleció el 28 de febrero de 1159 y, como última pincelada, recordaremos que su cuerpo se conserva incorrupto. Cabe significar aquí también que, en una visita de la reina Isabel II al Panteón Real, cuando le fue mostrada la situación en la que se encontraba la momia, envió, posteriormente, desde Madrid, un manto bordado en oro para cubrir el cuerpo de la reina. Sin embargo, en el correr de los siglos, el mismo fue sustraído por el gobernador de la provincia, en la época del sexenio revolucionario, supuestamente para elaborar uno igual para su señora. Mas el susodicho manto nunca volvió a la Basílica.
En su lauda sepulcral del Panteón real se la denomina “espejo de España, honra del orbe, gloria del reino, cumbre de justicia y excelencia de piedad”, al mismo tiempo que se nos recuerda que siempre se denominó a sí misma, “esposa de San Isidoro”.
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Probablemente dejó encarrilado el proyecto de las pinturas del Panteón puesto que las mismas comenzarían apenas dos años después de la muerte de la gran dama de la basílica isidoriana (realizadas entre 1160 y 1170).
En resumen, podríamos terminar estas reflexiones, que hemos traído a la memoria de los que se acercan a estas páginas, argumentando lo que tantas veces se ha dicho: las palabras conmueven, es cierto, pero los ejemplos arrastran. Por eso, estas mujeres, siguiendo, con toda seguridad, la tradición asentada en la casa real leonesa, supieron, y quisieron, enfrentarse a sus responsabilidades con decisión y generosidad. En este caso concreto, y tratando de perpetuar el ejemplo de la madre, abuela y bisabuela Sancha, se atrevieron, incluso en un mundo en el que les estaba reservado otro papel, a ser ellas mismas y a llevar por bandera la coherencia y la libertad.
- Textos: Hermenegildo López
- Fotografías: Martínezld