Una primera pregunta: ¿de qué Castilla nos hablan? ¿La vieja, la nueva, la novísima, aquella que nació en la Bardulia que, a los efectos, podríamos denominar la protocastilla? ¿A lo que hoy algunos “iniciados” denominan CastillaLeón, Castilla-León o Castilla y León?

Bandera de Castilla
El título de estas reflexiones responde a una frase redonda, impactante, sin posibilidad de respuesta (a primera vista), y justificada por la monótona insistencia de, al menos, los cinco últimos siglos; ¿quien se va a oponer a un aserto como este, cuando en el mismo parece sustanciarse la unidad de un país al que se califica, además, como “el más antiguo de Europa”?
Como muchas de esas afirmaciones tan rotundas, sin embargo, la frase en cuestión tiene, no solo muchas aristas, sino enormes contradicciones en sí misma. Y eso que consta únicamente de tres vocablos…
Suele ser bastante normal, en nuestros tiempos, acuñar un slogan (lo vemos de manera muy palpable y reiterada en la publicidad) fácil de recordar, contundente, sonoro, dogmático y que absorbemos sin el menor ejercicio de introspección ni de contraste con la realidad que pregona. Dicho de otro modo; una frase hueca, fatua y hasta, en el mayor de los casos, presuntuosa.

Sin León, no hubiera España. Fotografía: Martínezld
¿Y qué decir, entonces, de la que hoy nos ocupa y que a veces nos arrojan a la cara a los leoneses? Y no solo por aquello de que nuestro “Himno a León y marcha de la ciudad” (que se ha popularizado como signo reivindicativo, faltos de otro al que agarrarse) comienza también, de forma categórica, con aquello de “Sin León no hubiera España” …

Fotografía: Madrid es Castilla
Mas ese paralelismo entre una región y un país, no solo se produce en conversaciones baladíes, sino en aquellas otras en las que un público ansioso de saber acepta la sentencia somo si se tratara de una verdad de fe. Véase una conferencia o un congreso “científico”, por ejemplo.
Llegados a los extremos que nos ocupan, cabría una primera pregunta: ¿de qué Castilla nos hablan? ¿La vieja, la nueva, la novísima, aquella que nació en la Bardulia que, a los efectos, podríamos denominar la protocastilla? ¿A lo que hoy algunos “iniciados” denominan CastillaLeón, Castilla-León o Castilla y León?
Pero si ni siquiera se ponen de acuerdo en el nombre ni el origen del mismo… Veamos. Para algunos, entre los que se cuentan los que pontifican sin apenas haber traspasado los límites de la Enciclopedia de Álvarez segundo grado o se ilustran bebiendo en los panfletos que divulga la junta castellana (mala fuente esta…) “se llama Castilla por ser tierra de castillos”. Excelente explicación, si no existieran sesudos estudios sobre toponimia, y cuando, además, en los límites del Reino de León ha habido siempre un elevado número de fortalezas defensivas porque durante más de dos siglos ello significó la manera de oponerse al enemigo del Sur y poder repoblar nuevas tierras en ese lento avance contra ellos.

Burgos caput Castellae. Burgos cabeza de Castilla. Fotografía: Martínezld
Algunos esgrimen un origen árabe: al-Qilá (los castillos, o tierra de castillos). Difícil justificar una evolución desde ese término hasta terminar en Castilla, así, con cambio de acentuación, con pérdida de artículo, etc. No parece muy plausible.
Podríamos argumentar, sin embargo, que esa denominación árabe (o probablemente a la inversa), llegó por apropiación del término (los castillos) y a la búsqueda de un vocablo en el acervo latino; ahí se encontraría “castellum”, neutro de la segunda declinación y que daría, por lo mismo, “castella” tanto en nominativo como en acusativo o ablativo del plural. Falla, no obstante, en lo que hace a la propia acepción del término, puesto que, como hemos señalado más arriba, los castillos no eran una singularización de ese territorio, ni mucho menos en los albores de la formación del mismo, allá por el siglo IX.
Existe, sin embargo, otra interpretación que se ha ido abriendo paso últimamente y que no es muy conocida, quizá por no ser del agrado de los “biempensantes” o por contravenir doctrinas asentadas en mitos, tan del agrado de los que siguen prefiriendo los cantares de gesta a la historia y a los documentos que están ahí para quien quiera estudiarlos (como ejemplo palmario el de Fernán González que parece haber sigo elegido por Dios para ayudarle a crear el mundo, cuando ni él mismo se declaró otra cosa que vasallo de “mi señor el rey de León”). O las muchas leyendas sobre las que han cimentado la “gloriosa historia” castellana, que los documentos y estudios serios han desmentido convirtiéndolas en falsedades. Una somera enumeración: el origen de Castilla, la legitimidad de su nacimiento como reino, la Jura de Santa Gadea, las Navas de Tolosa, la Concordia de Benavente… o la tan repetida “corona de Castilla”, término cada vez más rechazado por los historiadores serios y que acuden a las fuentes, algo que deberían hacer cuantos se dedican a interpretar el pasado.
El día 4 de marzo de 1974, leía su discurso de entrada en la Real Academia de la Historia, el eminente profesor D. Jaime Oliver Asín, arabista reconocido, historiador, cronista oficial de la villa de Madrid, director de la Escuela de Estudios Árabes del Centro Superior de Investigaciones Científicas, etc. El discurso en cuestión tenía un esclarecedor título “En torno a los orígenes de Castilla: su toponimia en relación con los árabes y los bereberes”.

Corona de Sancho IV de Castilla. Fotografía: Martínezld
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En el mismo se exponía, con abundantes argumentos, apoyados en una materia en la que el profesor Oliver Asín era una notoriedad (la toponimia), el origen del nombre de Castilla. No hace al caso, en este momento, exponer con detenimiento la teoría (son varias y sesudas páginas), pero resumiremos la misma en los siguientes términos: el vocablo Castilla deriva directamente de Qastiliya, procedente de una región de Túnez.
En su origen, esta zona del norte de la provincia de Burgos, en el límite sur con la actual Cantabria, había sido denominada Bardulia (o Vardulia), habitada por una tribu de várdulos, que habrían sido empujados hacia ella, según Sánchez-Albornoz, por los vascones, durante los siglos VI y VII, en conflicto con los Visigodos.
Solo es a partir de la Crónica de Alfonso III (no antes del año 883), describiendo las zonas que controla Alfonso I, el marido de Ermesinda, hija de Pelayo, y él mismo hijo de Pedro, duque de Cantabria, cuando encontramos transmutado el nombre de “Bardulia” en “Castella” (Bardulies, qui nunc uocitatur Castella). Estamos pues en los finales del siglo IX. ¿Qué ha pasado hasta entonces y por qué aparece esa nueva denominación? Aquí encuentra su asiento la teoría del profesor Oliver Asín.

Fotografía: ASC-Castilla

Castilla la Novísima. Fotografía: Wikipedia/Arturo Francisco Barbero
Aquel viejo territorio poblado por Várdulos habría sido invadido por antiguos habitantes de Berbería (bereberes) empujados de sus tierras hacia el Norte por unos conquistadores llegados desde el Este, que practicaban una religión surgida en Arabia de la mano del profeta Mahoma en el siglo VII y que se había extendido rápidamente en busca de nuevas tierras y nuevos adeptos.
Estos bereberes habitaban el norte de África, en una región que los romanos habían denominado Mauritania tingitana, territorio que había estado bajo la vigilancia y control de la Legio VII, asentada en lo que, en el futuro, sería León. En un principio algunos habrían huido hacia Hispania, lugar donde se practicaba su misma religión, incluso ese habría sido, en el pasado, el camino de entrada del cristianismo en Hispania (no podemos olvidar, a este respecto, la influencia de San Cipriano, obispo de Cartago, en la propia diócesis legionense). Otros, ante tal tesitura optaron por convertirse y apoyar a los árabes en su intento de conquista de la Península Ibérica, pero pronto se vieron decepcionados puesto que estos se reservaban los mejores emplazamientos y las mejores tierras del espacio conquistado y, por lo mismo, buscaron un futuro más esperanzador en el Norte.
Así fueron, con mucha probabilidad, ocupando lugares como esa Bardulia de la que venimos hablando y, como en la mayor parte de las ocasiones (véanse los nombres de ciudades o pueblos en la América hispana que repiten los existentes en España), tomaron el nombre de su procedencia para denominar a su nuevo hogar: Qastiliya.
En efecto, esta Qastiliya originaria se puede rastrear aún en los oasis del sur de Túnez (Tozeur, Nefta, Degga, El Hamma) y, por mor de su situación, fueron muy utilizados, como decimos, ya en la época del imperio romano; de ello hay constancia clara en innumerables restos que aún conservan dichos oasis.
En apoyo de la toponimia (y no solo en el nombre de Qastiliya) vienen a sumarse las costumbres, la forma de vida de los nuevos moradores y la interpretación de la economía que también coinciden en ambas zonas, según la apreciación de los que han estudiado estos aspectos (el citado Oliver Asín, Sánchez-Albornoz o De Diego Núñez, entre otros). Así la cría de grandes rebaños de ovinos, la depredación, etc. Se constatará, incluso, en la posterior forma de ocupación de nuevas tierras conquistadas a los musulmanes y los modos de llevarla a cabo, en clara oposición, por ejemplo, a la que se utilizaba en el Reino de León a la hora de repoblar nuevos territorios.
Pero ya casi no vale la pena aportar pruebas; la incuria, el trabajo de siglos y la constancia en la repetición de las mismas frases vacías han llevado a lo que hoy conocemos; mucha gente se resiste a cambiar o, ni siquiera, a contemplar la posibilidad de haber estado equivocado. A aceptar que hay otras razones, otra interpretación de la historia que no siempre coincide con la “oficial”.
Surge, entonces, otra pregunta: si Castilla no hizo España, ¿a quién deberíamos atribuir ese mérito… o demérito, constatando la evolución de los acontecimientos en la Península a lo largo de la historia? ¿O la “hechura” de esta nación pudo haber tenido otro resultado final, como apuntan algunos…?
Existen miles de estudios y teorías, y son cientos los estudiosos que se han preocupado de encontrar una respuesta coherente. Evidentemente no pretendemos aquí, en un par de cortos artículos, descubrir la piedra de Rosetta, ni dar las claves para algo que no ha puesto de acuerdo a casi nadie. Solo pretendemos, en nuestro demostrado intento de divulgación de la historia leonesa, llevar a los que nos siguen a una lectura o escucha reflexiva de mucho de lo que pretenden imbuirnos los nuevos dueños del pensamiento único. La Fundación Villalar y sus secuelas necesitan algún que otro intento de vacunación ante sus más que peligrosas teorías y su propensión a escribir una nueva historia, hecha a la medida de sus objetivos y que venga a sustituir la nuestra; numerosos pensadores ya han avisado de ese peligro y de que no podemos dejar la memoria en las manos de quienes tienen planes para cambiarla a su conveniencia. Bien se sabe que, en apreciación de George Orwell, “Quien controla el presenta controla el pasado, y quien controla el pasado controlará el futuro” …, obviamente, si el rebaño se lo permite.
Entonces, ¿quien hizo realmente España? La respuesta, como aludíamos, es mucho más difícil que la pregunta, por lo que vamos a ceñirnos a lo que podríamos denominar el campo de nuestra reflexión: la Edad Media y el Reino de León.