Se tomó el río Cea (una vez que dejaba atrás las montañas de su nacimiento) y en su discurrir hasta su desembocadura en el Esla como frontera para la división de ambos reinos.
Conviene hacer notar, antes de abordar el tema en sí mismo, que, para no variar, siempre se nos presentarán este tipo de problemas territoriales como “pactos entre Castilla y León”. La misma muletilla cansina y manipuladora. Incluso en momentos en los que Castilla no dejaba de ser un condado dependiente del Reino de León, por lo que, en buena lógica, no dejaba de ser una parte del mismo. Es precisamente, por esta razón, por lo que aquí pretendemos, en la medida de nuestras posibilidades, invertir el orden de los factores, como, de hecho, siempre aconsejara el gran Lucas de Tuy. Y volvemos, entonces, a la afirmación de que muchos de nuestros problemas, con esta simple permuta, podrían haber encontrado una solución.
Avancemos en nuestra reflexión semanal, entonces, sobre el hecho anunciado en el título: el Tratado de Sahagún, de 23 de junio de 1158, intentando aportar algún engarce histórico-político-geográfico que nos permita encontrar hilos para desenredar la maraña tejida por demasiados intereses durante demasiado tiempo… Tal es así que, especialmente por lo que respecta a los leoneses seguimos padeciendo muchas de sus consecuencias.
Los antecedentes
El día 21 de agosto de 1157 fallecía el único emperador coronado en Hispania, el leonés Alfonso VII, probablemente en un lugar no muy alejado de lo que sería más tarde el pueblo del Viso del Marqués, intentando atravesar el Puerto del Muladar o Muradal (palabra que sufrió una metátesis entre esas dos consonantes). Contra lo que pudiera sospecharse, en este caso al menos, la palabra no parece tener ninguna relación con un “amontonamiento de estiércol”, sino que, según interpretaciones actuales, podría proceder del árabe, y significaría, simplemente, “muro”.
Estamos hablando de un lugar utilizado ya en el pasado por los diferentes pueblos que venían habitando y, en algunos momentos, gobernando sucesivamente la Península o por los que habían llegado a ella con afanes de conquista, puesto que ese paso de Despeñaperros suponía la puerta hacia Andalucía desde la meseta inferior y viceversa. El mismo sería aprovechado algunos años después (en concreto 65), por las tropas del rey Alfonso VIII (Primero de Castilla) para ir al encuentro de los musulmanes en Las Navas de Tolosa.
Como sabemos, el Emperador Alfonso, por influjo, especialmente, de los nobles castellanos, siempre deseosos de librarse del dominio de León, había decidido dividir el reino entre sus dos hijos, Sancho y Fernando. Ni siquiera aquella desgraciada decisión de parte de Fernando I el Magno, en el año 1065, a quien califican algunos de “primer rey de Castilla”, pero de la que únicamente fue conde, había supuesto un escarmiento. Los errores parecen tener cierta tendencia a repetirse, a pesar de lo que se aconseja sobre el conocimiento de la historia para evitarlo, y si el primero, después de varias batallas y cientos de vidas de una parte y otra, había sido resuelto tras la muerte de Sancho II de León y I de Castilla, en el cerco de Zamora, y con ello la vuelta de su hermano Alfonso Vi de León, de nuevo, otro Sancho se hacía con el trono de una reverdecida Castilla.
Surge, entonces un problema no menor: ¿Y dónde establecer los límites de un reino y otro? No cabía otra solución que la de fijar, a ser posible de mutuo acuerdo, los límites de influencia de ambos reinos: el reino matriz, León, y el que renacía para gloria de algunos nobles que aprovecharían la debilidad de su señor ante la perspectiva de crear una nueva estructura de país, para seguir sumando influencia, poder y dinero.
Es evidente que, faltos de accidentes geográficos de referencia, debían recurrir a determinadas referencias que remitían al pasado para fijarlos. La historia ofrecía informaciones suficientes para llevarlo a cabo puesto que, ya en época romana, habiendo ajustado mucho mejor los límites de cada territorio, después de aquellas primeras denominaciones de la Hispania Citerior y Ulterior, el río Cea había servido, en gran parte de su cauce, de frontera entre la Gallaecia y la Cartaginensis.
Sin embargo, no deberían haberse menospreciado tampoco los avatares de los tiempos a lo largo de la historia, así como los avances del Reino de León, en su lucha contra los invasores del Sur, y los nuevos asentamientos llevados a cabo con muy diferentes elementos poblacionales. Con dicha política se intentaba consolidar una nueva frontera, una vez superado el inconveniente (o el refugio, según los casos) de la Cordillera Cantábrica, tratando de llegar a la seguridad que podría ofrecer la línea del río Duero, verdadera barrera, durante siglos, frente a los musulmanes.
En este aspecto repoblador, convendría seguir insistiendo en la importancia de dos reyes leoneses verdaderamente decisivos: Alfonso III el Magno y su nieto Ramiro II. Tal es así que aún hoy en día se pueden rastrear elementos diferenciadores en la zona denominada, genéricamente, castellana y la que podríamos calificar de leonesa. Y ello hasta territorios mucho más al Sur, como Extremadura o Castilla la Nueva.
Pero volviendo a la idea de la “raya” que dividiera ambos reinos, había surgido, en el correr de los siglos, un gran problema añadido y es que a la permeabilidad de lo que se denominaba los Campos góticos, habían venido a sumarse los intereses nada confesables de los diferentes condes que se habían enseñoreado del territorio, fundamentalmente los de Monzón, Burgos, Saldaña, etc. En nada contribuían, para aclarar dicho panorama, las cesiones de núcleos de población o monasterios, por parte de los reyes de León, a sus hijas o a sus hermanas, a través de la institución del Infantado. Incluso los territorios concedidos a importantes monasterios, habían supuesto una verdadera maraña de intereses, a un lado y a otro de esta supuesta o real frontera, lo que hacía ciertamente difícil determinar una separación geográfica concreta entre un reino y otro. Naturalmente, hasta ese momento se trataba de uno solo…
Así lo juzgaron los grandes señores de ambos reinos y por ello se tomó la decisión de reunirse al amparo del gran monasterio donde se encontraba enterrado Alfonso VI, el de San Facundo y san Primitivo, luz y referente de muchos otros en los territorios conquistados a los musulmanes, y de donde habían salido grandes abades que dirigían los destinos incluso de importantes diócesis.
De manera general, podríamos afirmar que, en aquella tesitura, se tomó el río Cea (una vez que dejaba atrás las montañas de su nacimiento) y en su discurrir hasta su desembocadura en el Esla (seguramente el más leonés de los ríos, puesto que a el debemos el primer nombre que nos dio la historia, Astures), como frontera para la división de ambos reinos, si nos atenemos a la relación de los pueblos que se adjudicaron a uno y a otro.
Habría que convenir, ciertamente también, en algo que nos parece claro: el Cea se va alejando del Esla para acercarse, en algunos momentos al Carrión, afluente del Pisuerga que vierte sus aguas directamente en el Duero; otro cauce, por lo tanto, e incluso otras influencias desde su nacimiento en las Fuentes Carrionas con reminiscencias cántabras.
Esa vertiente se ve ciertamente influida, como aludimos, por el río Pisuerga que marca una clara división Este-Oeste, lo que viene a servir claramente también, a los efectos de frontera Este-Oeste y que ya pareció vislumbrar el gran rey Alfonso VI.
De hecho, si nos atenemos al diseño y previsiones de este rey de León, cabe recordar lo siguiente: por encargo personal del mismo, se ordena repoblar una zona, precisamente para que sirviera de frontera con los castellanos, al lado del río Pisuerga, puesto que los habitantes de la zona del Este del Reino siempre habían dado muestras de insubordinación, más teniendo en cuenta que habían constituido un reino con Sancho II, durante 7 años.
Para hacerse cargo de tan importante cometido, puso al frente, en 1072, a quien le había servido, con toda fidelidad, durante más de cuarenta años, el conde Pedro Ansúrez. Junto con su cuarta esposa doña Eylo Alfónsez debían engrandecer una pequeña aldea, construyendo en ella iglesias (Santa María de la Antigua), dotándola de leyes, de una estructura de ciudad y hasta edificando en la misma un palacio para su uso personal, lo que atraería, sin ninguna duda, nuevos habitantes. Naturalmente, en aquellos momentos, no podía, ni siquiera, compararse con las cercanas Simancas o Cabezón.
Hay algo que conviene destacar en cuanto a esta ascendencia leonesa: este pequeño núcleo poblacional se organizaba mediante una institución que nos es bien conocida a los habitantes del Reino de León, entendido este en su máxima extensión y no en las actuales divisiones de ciudad o incluso provincia: el concejo abierto, para el que se ha solicitado la consideración de bien de interés cultural de carácter inmaterial y que tanto ha marcado nuestro ser y sentir, nuestras organizaciones, nuestra forma de relacionarnos y hasta, para quienes se han ocupado de estos aspectos tan asentados en las raíces, las propias leyes nacidas en el Reino de León antes que en ninguna otra parte: el Fuero de 1017 y las diferentes convocatorias a Cortes desde el año 1188.
La evolución, sin embargo, de esta pequeña aldea, fundada y repoblada como leonesa, para evitar, precisamente la castellanización de la zona, hoy, como ocurre con todos los conversos, la ha llevado a ejercer, precisamente, de lo contrario para lo que fuera creada. Y con evidente animosidad.
Y, si nos referimos al presente, y en el aspecto de la fijación de fronteras entre los antiguos reino o regiones, no podemos dejar de mencionar que la duda sobre las mismas ha causado, especialmente en los límites de lo que hoy denominamos Región leonesa (término que se popularizaría a partir de la ley de Javier de Burgos de 1833, si bien existen mapas anteriores que la señalan claramente), un verdadero galimatías. Para algunas generaciones anteriores, la Región leonesa comprendía 3 provincias (León, Zamora y Salamanca) a las que, en algunos momentos se añadieron las de Valladolid y Palencia… Hoy, podríamos afirmar que de aquellas dudas apenas queda nada; se ha hecho tabla rasa y ha aparecido una nueva entidad, eso sí, privada de identidad, a la que denominan Castilla y León cuando ni contempla lo que fue Castilla ni lo que, naturalmente, fue León.
¿Y qué fue entonces de ese Tratado de Sahagún (considerando que hubo otros más tarde)? Poco futuro puesto que a los pocos años, fallecido el rey castellano, nuestro Fernando II rompió el pacto para ocupar algunas poblaciones y castillos que entendía como suyos. Sic transit…
- Textos: Hermenegildo López
- Fotografías: Martínezld