La ciudad es la organización más vigorosa y compleja que ha creado el ser humano desde que deambula sobre la tierra. Ciudades dormidas bajo el suelo que pisamos, cimientos dispares o armónicos que afirman el triunfo de su existencia al tiempo que implican la zozobra de su fragilidad.
Pero mucho más instructivo, si cabe, es el paso por la historia de ciudades que no llegaron hasta el presente, que se quedaron en el camino y “desaparecieron”, si puede decirse que algo así desaparece sin más.
Guerras, saqueos, deportaciones, catástrofes naturales o sociales y demográficas, epidemias, mortandades… Casi siempre la pérdida de una ciudad deviene consecuencia de actos contrarios a la idea de civilización.
Cuando esto sucede, la ciudad se convierte en un paraje en progresiva metamorfosis, entre la huella del hombre que lo habitó y una naturaleza que reclama su sitio, en un lento retorno al estado inicial. Es por ello que el emplazamiento de las ciudades perdidas irradia una extraña y fascinante alianza entre naturaleza y cultura, un sereno y frágil equilibrio imposible de reproducir de manera artificial. La seducción de las derrotas.
CASTRO DE CHANO. LA CIUDADELA DE PIZARRA
En el último recodo de la provincia de León, en el valle de Fornela, el castro de Chano se encarama sobre una escarpada ladera.
Se trata de un asentamiento indígena astur, pero sus vínculos con la explotación minera a gran escala que los romanos ya habían organizado en este territorio, con epicentro en Las Médulas, debió de convertirlo en avanzadilla de un proceso romanizador imparable. Además, aunque ha sido datado en la primera mitad del siglo I d.C., el poblado fue ocupado un corto período de tiempo, durante apenas medio siglo, en el que quizás se dedicase de forma preferente a la forja, habida cuenta de la abundancia de ferramenta (útiles de hierro) en sus casas. Todavía hoy la denominación del valle (Fornela, forno) evoca esta dedicación ancestral.
Pero su mayor excepcionalidad resulta de un extraordinario estado de conservación, que convierte sus apiñadísimas cabañas circulares de pizarra, en auténticos “pozos de habitación”, con alzados que llegan a los cuatro metros, todas ellas abrazadas en callejas intransitables con escalones, fuertes pendientes y pasos angostos o inútiles que tal vez amparaban a sus pobladores de la rudeza climática. El barrio descubierto en la actualidad, una de las distintas manzanas de que constaba el castro, está rodeado por un grueso muro, quizás más de contención que defensivo y varios fosos, aparte las zanjas de donde se extrajo la materia prima de los paramentos de esta auténtica ciudadela de pizarra. En la falda del monte en que se asienta el castro se ha habilitado la reproducción de varias cabañas circulares que pretenden ilustrar ambientes domésticos astures.
LAS MÉDULAS. LA METRÓPOLIS MINERA
La enorme extensión ocupada por el complejo minero y metalúrgico de Las Médulas, en la comarca leonesa de El Bierzo, supone uno de los paisajes arqueológicos más vastos y espectaculares de Europa occidental, reconocido en 1997 en la Lista de Patrimonio Mundial por la UNESCO.
La riqueza aurífera de los cauces y tierras del entorno ya fue explotada de manera artesana por los pueblos indígenas, bateando y fundiendo el oro en joyas de singular preciosismo, y debió resultar atractivo indiscutible, y casus belli inconfesable, para los dominadores latinos, cuyas campañas de conquista previas al cambio de Era tuvieron, en este territorio, especial presencia. A partir del siglo I y hasta que la crisis del III provocase un cambio de patrón metálico y un cese abrupto de las explotaciones, Las Médulas se convirtió en el inmenso escenario de una empresa titánica, cobijo de las expectativas creadas por una auténtica fiebre del oro que dio lugar a un verdadero complejo urbano. Dispersas sus instalaciones y asentamientos en una enorme extensión, debió implicar a contingentes de población numerosos, posiblemente poco relacionados con la romántica idea de los esclavos obligados a la fuerza.
Destaca entre todos los elementos, el enorme cráter del circo minero que se contempla desde el mirador de Orellán. En esta colosal corta, de tierras rojizas con sugerentes policromías en especial cuando el sol las anima, desembocan los canales que acarrean el agua por las laderas de los montes Aquilanos hasta los conductos horadados en el subsuelo para provocar la ruina montium, procedimiento de derrumbe por presión hidráulica que arrastraba las tierras para la decantación del mineral en el valle. Los canales, excavados en la pura roca y, en ocasiones, complementados por paredones de mampostería, conforman una red que implica un área enorme y de relieve abrupto que alcanza más de 100 km de longitud en otra comarca, La Cabrera. Las grandes acumulaciones de derrubios (murias) y el Lago Somido, estanque artificial consecuencia de la actividad minera, completan un paisaje transformado radicalmente por la mano del hombre hace dos mil años.
En su entorno se han reconocido varios asentamientos de distintas cronologías y funciones que estructuraron esta metrópolis minera a lo largo del tiempo. Pueden visitarse poblados de tipo astur, como El Castrelín de San Juan de Paluezas, cuyas cabañas circulares, protegidas con muralla, se dotan a menudo de talleres artesanales que muestran la vida de los pueblos prerromanos antes de la actividad industrial, o el castro de Borrenes, cuya construcción se vio mediatizada y atajada por la aparición del poder romano.
Un poblado de época romana, el de Orellán, nos sitúa ante un panorama de especialización característico del Imperio, pues las viviendas (ya de planta cuadrangular y distribuidas según un esquema urbanístico ortogonal) se acompañan de hornos de fundición para la confección de ferramenta o herramientas de hierro. Refleja así un modelo de explotación que tiene su complemento en el yacimiento de Las Pedreiras, residencia señorial atribuida a uno de los administradores del complejo minero que contaba con los lujos distintivos de una mansión romana: estancias alrededor de un peristilo o patio porticado, paredes estucadas y policromadas, etc.
Un aula arqueológica sita en la localidad de Las Médulas, en la parte inferior del circo minero, da servicio y guía a los visitantes.
LANCIA. LA URBE DE LOS ASTURES
La ciudad enterrada de Lancia es símbolo y lugar mítico en la memoria colectiva de los leoneses.
Aunque hay trazas de su poblamiento en la Edad del Bronce, su renombre deriva de haber sido uno de los más florecientes castros astures, antigua capital cismontana o augustana (el territorio de los astures a este lado de la cordillera). Así es recordada en las fuentes latinas: “maxima urbs asturum”, la llama Dión Casio, mientras Floro se refiere a ella como “validissima civitas”, quizás en un intento de sobrevalorar al enemigo derrotado.
En efecto, el “oppidum astur” en que los indígenas se refugiaron a la desesperada ante el avance del general Carisio fue cercado y tomado el 25 a. C. durante las guerras Cántabras, el “bellum asturum”, último episodio de la conquista romana de Hispania, derrota que abrió las puertas de El Bierzo y Galicia a los dominadores latinos. La historia de Lancia, en ese sentido, es la de una ciudad a pesar suyo, pues Roma la dejó incólume como testimonio de su victoria, pero, con el paso del tiempo, de aquel poblado indígena de cerca de 30 hectáreas apenas hallamos hoy míseras cabañas de adobe y zócalo pétreo o escombreras que la arqueología empieza a vislumbrar entre las categóricas calles romanas.
En efecto, desde aquel momento, la población pasó a convertirse en una modélica ciudad romana, que obtendría el estatuto de municipio en época flavia (finales del siglo I d.C. o principios del II) contando a la sazón con una traza urbana regular, calles pavimentadas, provistas incluso de conducciones de agua en plomo, un mercado (macellum) y zonas residenciales y termales. Los dos edificios más significativos del conjunto descubierto hasta la fecha son: las termas y el mercado. Las primeras son la habitual edificación de solaz ciudadano que aquí se manifiesta como un edificio de escasa envergadura, luego ampliado, fechado a finales del siglo I d. C. Como es norma, se articula gracias a un itinerario que orienta la circulación por las distintas estancias balnearias: el “apodyterium”, o vestuario, unas letrinas, un “frigidarium” o sala fría con piscina; el “tepidarium” o zona templada y el “caldarium” o sala calefactada a base de “hipocaustum”, pavimento elevado para dar cobijo al aire que calienta un horno.
Por otro lado, el mercado responde también a un tipo canónico común en las ciudades de nuevo cuño: una construcción simétrica, de principios del siglo II d.C., que se abre a la calle principal que discurre de norte a sur (kardo), da paso a dos vestíbulos y a un pasillo porticado. El pasillo da acceso a las tiendas, dos parejas de tres a cada lado. Mercado y termas, sitos en la misma manzana, conservan sistemas de drenaje o cloacas que marcan también las trazas de unas calles que se prolongan más allá de lo que los arqueólogos han exhumado hasta hoy.
La crisis del siglo III llevó a la civitas a un proceso afín al de otras ciudades imperiales. Con el declive de la vida municipal se reutilizan los edificios públicos para usos privados; por ejemplo el mercado, convertido en dependencias domésticas de escasa calidad. A finales del s. IV o principios del V el lugar es abandonado, y, aunque existen evidencias históricas de época visigoda y altomedieval, que incluyen abrigos rupestres, eremíticos o domésticos, el lugar denominado Sublancia en algunas fuentes de be referirse a asentamientos en los valles.
CAMPO DEL AGUA. LA PARSIMONIA DE LAS CUMBRES
Cauce del Burbia arriba, en la sierra de Los Ancares, donde dicen que León va a empezar a llamarse Lugo, el tiempo parece haberse detenido para echar un vistazo a estos alrededores incólumes.
Allí, entre brañas y peñascos se aparece Campo del Agua, nombre de los prados, verdeados por manantiales sin encauzar que corrían libérrimos, en que los las bestias “rebañaban” en el estío. Después bajaban al valle, a Aira da Pedra, durante los rigores del clima invernal. Un modo de vida milenario al que responde la arquitectura tradicional de la zona, la más semejante a las viviendas castreñas de hace dos mil años: muros de piedra, viguería de madera y cubierta vegetal que forman las distintivas pallozas o casas de teito. Son viviendas de planta oblonga en las que conviven gentes y ganado, separados por un tabique de madera que permite pasar el calor, y en cuyo sobrado o techo plano bajo la cumbrera se secan las castañas o la matanza, que se cura al humo del hogar situado debajo. Todo espacio y todo uso son de provecho en este espacio esencial.
Las Valiñas y El Regueiral son otros barrios o congregaciones, también de pallozas y algún hórreo propios de este tipo de población dispersa.
Aunque el 7 de octubre de 1989 un devastador incendio forestal se propagó a las pallozas destruyendo la mayoría de las antiguas y de las recién rehabilitadas, sigue mereciendo el esfuerzo acercarse a estos impávidos muros de granito abrigados por el cuelmo vegetal, como quien viaja a un tiempo primordial e inédito.
Textos y fotografías: Destino León