Ya desde que se vislumbra el puerto de La Savina cuando nuestro ferry se aproxima, los sentidos entran en una especia de trance mediante el cual se empieza a disfrutar Formentera de una forma diferente. Todo cambia, todo se ve diferente. La gente de fuera aminora, en parte influenciados por el ritmo tranquilo de los locales, que viven su isla como sólo ellos saben.
Los paseos son un despliegue de imágenes, de postales en los que los elementos que la componen equilibran el conjunto al que el visitante asiste como espectador de lujo. Color, luz, texturas, sonidos y… aromas. Esos olores en los que, si ponemos atención, nos da una nueva perspectiva de lo que nos encontramos en nuestra visita a la isla.
Las sabinas que pueblan Formentera, con su penetrante a la vez que agradable olor resinoso, invitan a cerrar los ojos en nuestro paseo por cualquiera de sus rutas verdes. Este árbol, ‘primo’ del enebro, desprende un aroma que ahuyenta a los insectos y cuya madera es codiciada por carpinteros y ebanistas para la elaboración de pequeños muebles y utensilios de cocina.
Pero desde luego, si hay un olor que a menudo es pasado por alto es el de sus varaderos. Son, junto con el inconfundible azul Formentera, imagen icónica de las playas de la isla. Pequeñas contrucciones de madera destinadas a proteger las embarcaciones pesqueras y que constituyen un Bien De Interés Cultural. Esa madera, tratada y debidamente ensebada para perdurar por décadas, recoge años y años de vientos bravos del Mediterráneo y hace que sea toda una experiencia acercarse a ellos, notar su textura y el olor a sal.
Formentera es bella a la vista. Indudablemente cautivadora en los sabores de su cocina. Pero además, sus aromas, sus olores, terminan de conformar una idea nítida de lo que espera a quien quiere encontrar un paraje del que quedar prendado para siempre.