Sancha fue la hija mayor de Alfonso V, el de los Buenos Fueros. Su esposo Fernando I de León, rey coronado, pero, a todos los efectos, rey consorte.
El 7 de noviembre del año 1067 (para otros autores el día 3 del mismo mes), hace, entonces, 954 años, falleció, en su palacio de la capital del reino (la iglesia palatina, ya en ese momento dedicada al Santo Isidoro), Sancha I de León que debería ser considerada, a todos los efectos (esta tesis cada vez cobra más cuerpo), como la primera reina de Europa, honor que le es atribuido, sin embargo, a su nieta Urraca I, por haber sido coronada, de facto, a la muerte de su padre Alfonso VI, el Bravo.
Ya nos hemos acercado, aunque de forma muy limitada, a la trayectoria vital de esta gran mujer y, por lo mismo, creemos haber demostrado el aserto anterior (ver “cuatro mujeres leonesas I”). Hoy, sin embargo, nos vamos a ocupar, especialmente, de sus últimos años “en el mundo de los vivos”. Ello nos permitirá, asimismo, conocer un poco más al personaje y calibrar las consecuencias de su despedida de esta tierra, en la que, únicamente, permaneció 49 años, de 1018 a 1067.
Recordemos, para centrarnos un poco más en ella, en primer lugar, que Sancha fue la hija mayor de Alfonso V, el de los Buenos Fueros. Su madre Elvira Menéndez, era hija del influyente conde gallego Menendo González con quien se había criado el entonces príncipe Alfonso, lo que, sin duda, influyó en la elección de su consorte.
Su marido, tras el asesinato de su prometido “el Infant García”, en los aledaños de la iglesia palatina, Fernando I de León, rey coronado, pero, a todos los efectos, rey consorte, había fallecido el27 de diciembre de 1065 después de haber perpetrado, por los resultados posteriores, la torpeza de dividir el reino más importante de la época y a quien todos rendían tributo, desde Valencia hasta Sevilla, pasando por Zaragoza, Toledo o Badajoz. Así, la herencia pasaba a sus hijos, y su mayor necedad fue la de crear, sobre su propia herencia del condado de Castilla (obtenida también de un modo, cuando menos, extraño), un nuevo reino que vendría a perturbar grandemente las relaciones socio-políticas de los otros reinos cristianos, pues necesitaba hacerse un hueco entre los ya históricos de León, Pamplona y Aragón. La guerra estaba servida… y no tardaría en producirse.
Pero volvamos atrás; si hemos utilizado el apelativo de “rey consorte” para Fernando, el navarro, es porque la herencia del Reino de León correspondía a Sancha su mujer, después de la muerte de su hermano Vermudo, en la batalla de Tamarón, en la que, precisamente, Fernando se había enfrentado a su señor natural y cuñado. Es más, tenemos la constancia de lo afirmado en una de las pinturas del Panteón de los reyes de León, en la que Sancha y Fernando entregan al Señor la nueva iglesia de San Isidoro, comparada con las grandes iglesias de la cristiandad. Ambos aparecen a la misma altura y sin prevalencia del uno sobre la otra. Un primer y curioso “tanto monta” que viene siendo, como todo lo que remite a la importancia del Reino de León, poco conocido y menos valorado.
Después de la llegada de los restos del santo y sabio Isidoro, el 22 de diciembre de 1063 y consagrado a su nombre y protección el templo que anteriormente llevara el nombre de San Juan y San Pelayo; después, también, de la conquista de Coímbra, tras 6 meses de asedio, el 9 de julio de 1064 y la consolidación de la frontera en el río Mondego, Fernando parece haber cumplido todos sus objetivos en este mundo. No le quedaba más que la repartición de su herencia, lo que parecía consolidarle como gran emperador y dueño de varios reinos. Llega el momento de su penitencia publica (a imitación de la del santo protector del Reino, san Isidoro, y calcada también de la que había llevado a cabo el gran rey Ramiro II, el Grande o el Invicto de Simancas (recordémoslo, una vez más, la gran batalla de la Edad Media hispana, contra, nada menos, el Califa de Córdoba Abderramán III). Esta penitencia pública podría haber tenido varias causas que nos atrevemos a señalar: el desmembramiento del Reino no puede no figurar entre ellas (¿sentiría remordimientos y solicitaba ayuda y perdón por lo que se imaginaba ocurriría?).
Además, Fernando siempre estuvo obsesionado por la muerte de su hermano mayor, García III de Pamplona, en la batalla de Atapuerca (curioso conflicto este y que se dio después de sendas enfermedades de ambos hermanos, extraños pactos de paz y huidas producidas por traidores de uno y otro bando), en lucha contra el poderoso ejército leonés y en la disputa de los territorios de La Bureba, Transmiera, las Encartaciones y los Montes de Oca de los que se había apoderado Pamplona y que habían pertenecido al Reino de León.
Otra de las causas estaría, sin duda, y bien que se lo recordaría su esposa Sancha, en la muerte de Vermudo III, algo que los leoneses tardaron en perdonar y que, sin duda, algunos no le perdonarían nunca. Los remordimientos, pues, corroerían la conciencia de este hombre y, dada la importancia de la religión en aquella época, optaría por hacer pública penitencia antes de enfrentarse al juicio de Dios.
A partir de la fecha del 27 de diciembre de 1065, Sancha, viuda, ve cómo sus hijos se desperdigan por los diferentes puntos de lo que antes había sido el Reino de León. Sancho a Castilla, García a Galicia y Alfonso y, de momento, sus hermanas, en la corte, en San Isidoro, esperando acontecimientos.
Años difíciles para Sancha que constata que lo que tanto trabajo ha costado conquistar, hasta constituir un reino poderoso, ahora no es más que una amalgama de intereses de unos hermanos que, seguramente, hasta entonces, no habían imaginado la situación que se estaba gestando. Es muy probable que la explicación de esa repartición estuviera en la constatación de que el mayor, Sancho, que debía heredar el Reino, no pareciera, a ojos de sus padres, capaz de cumplir con las expectativas de ambos y que fuera, sin embargo, Alfonso, a quien correspondió la herencia más preciada, el reino matriz, quien se hallaba mejor preparado para ello. Mas ¿cómo desheredar al primogénito? La solución, como hemos comentado, no pudo ser más retorcida y peor: crear un reino que, únicamente, vendría a generar problemas.
Esto que no es doctrina común y que, por lo tanto, no se contempla en los libros de historia al uso, no obedece sino a la pura lógica, constatado el devenir de los acontecimientos posteriores que en nada vendrían a beneficiar al Reino de León, a pesar de aún, algunos siglos de prevalencia sobre los demás. Cuando se incuba el huevo de una serpiente, es normal que, una vez eclosionado, el animal que surge siga sus instintos naturales, es decir, picar, morder e inocular veneno. Es el conocido ejemplo del escorpión y la rana.
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Bien parecía saberlo la gran dama leonesa, Sancha I, puesto que, mientras aún se mantuvo en vida, evitó que sus hijos entraran en conflicto, muy a pesar de que Sancho siempre se había mostrado contrariado por la parte que le había sido atribuida en el testamento paterno. La reina seguía, entonces, ejerciendo como tal, aunque fuera de forma soterrada. No quería ser testigo de más tragedias; ya había soportado demasiadas en su niñez y juventud: el fallecimiento de su madre Elvira, apenas con 4 años, la desgraciada muerte de su padre ante las murallas de Viseu (ella tenía 10 años), el horrible crimen cometido contra su prometido el infante García (contaba con 11 años) y hasta la muerte de su hermano Vermudo en la batalla de Tamarón (Sancha estaba en sus 19 años).
Así pues, como solía acontecer, y a pesar de ser, como decimos, la madre-reina que mantenía la paz entre los miembros de su familia, Sancha pasó a ser abadesa del todavía Monasterio de San Pelayo, que se mantenía aún dentro de la estructura de la iglesia palatina, en el que introdujo varias reformas que llevarían, en la época de la su bisnieta, también Sancha, hija de Urraca I de León, a cambiar totalmente la estructura religiosa de dicha iglesia, desplazando, por ejemplo, a la comunidad de monjas a Carbajal de la Legua y creando la comunidad de canónigos que se ocuparían del culto y conservación de la Basílica del Santo Isidoro, algo que ocurrió en 1148 y que aún se mantiene en nuestros días.
El día señalado más arriba (el 3 o el 7 de noviembre de 1067), Sancha viajaba a la eternidad, pero dejaba una huella enorme y un ejemplo de fortaleza de mujer leonesa en las conciencias de cuantos la conocieron y de cuantos aún hoy la celebramos y recordamos. Sin embargo, con su desaparición de este mundo, la guerra estaba servida…
Pero eso es otra historia que les contaremos otro día.
- Textos: Hermenegildo López
- Fotografías: Martínezld