Recuerdo como si fuera ahora la primera vez que visité Inglaterra. Fue cuando tenía diecisiete años recién cumplidos y claro, estaba en una época de mi vida en la que quería experimentar todo aquello que me llamara la atención, sin importarme nada de lo que me rodeaba. Antes de viajar, cuando todavía planeaba con mi amiga el viaje, ya sabíamos que querríamos ir a un sex shop para ver qué tipo de productos ofrecían allí y cómo de diferentes serían con respecto a los que vendían en España.
No es que fuéramos ninfómanas ni nada por el estilo, era solo simple curiosidad que teníamos y que surgió una vez que salió el tema del sexo en una reunión de amigas que hicimos. Allí debatíamos sobre si el sexo se hacía igual en todos los países o si, como mismo cambian la gastronomía y el tiempo, lo hacía también la forma de hacer el amor. Algunas opinaban que sí, que el sexo tiene también que ver con la cultura y que como tal sería diferente. Otras, como yo, piensa que el sexo no entiende de idiomas y que eso de ponerle mote de países a determinadas prácticas sexuales era algo que sin lugar a dudas alguien habría inventado pero que aún llamándose así era algo que hacíamos en todos los países.
Creo que ni yo ni las que opinamos como yo nos equivocamos demasiado porque, una vez llegadas al país inglés, ya asentadas y un día sin nada que hacer dijimos de ir a una tienda erótica y dio la casualidad de que en el municipio en el que vivíamos había uno bastante grande. Cuando entramos, la verdad es que nos impactó porque aparte de ser enorme, desde la entrada podían verse escaparates dentro del propio sex shop repletos de aceites, lubricantes y juguetes entre los que destacaban los masturbadores.
Entonces comprobé que el tipo de productos eróticos es el mismo, pero la variedad y la cantidad al menos en esta tienda terminó por conquistarme.