¿Premonitorio? A veces el destino parece jugar con los humanos… y hasta, en algunas ocasiones, nos ofrece la capacidad para interpretarlo.
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Bien sabemos que la fecha del Día de la mujer no fue elegida por puro capricho y, en ese día 8 de marzo, no salieron las mujeres de algunos países a manifestarse como podían haberlo hecho en otro cualquiera. La decisión fue clara: había que recordar el incendio producido en una fábrica de Nueva York en la que, en 1911, habían fallecido 140 trabajadores, en su mayoría mujeres.
Sin embargo, ironías de ese destino aludido, el día 8 de marzo de 1126, (¡qué lejos nos parece ya!) con apenas 45 años de edad, en la villa de Saldaña, cerraba los ojos a este mundo la gran Urraca I de León, la que tuvo el privilegio de ser la primera reina titular, en una nueva Europa que se venía forjando a lo largo de la Edad Media. Una mujer que, como algunos de sus antepasados (Ramiro II, por ejemplo) no había sabido descansar a lo largo de su azarosa vida.
Nacida un 24 de junio de 1081, era hija de Alfonso VI, a quien la ciudad de León aún debe una estatua, y su segunda esposa Constanza de Borgoña. Visto con la perspectiva del tiempo, resulta evidente que los designios de la corte leonesa no cuadraban con el destino que le estaba reservado a la pequeña Urraca. Según marcaban las costumbres de la época, siendo miembro de la familia real, su misión en la vida pasaba por la dedicación a la vida monástica o por ser casada con alguien que viniera a representar algún apoyo a la familia real y por ende al propio Reino de León. Incluso fue su primera obligación; la casaron, a la edad de 14 años, con un ya maduro Raimundo de Borgoña, miembro de una poderosa familia de más allá de los Pirineos. En efecto, uno de sus hermanos, Guido de Borgoña, sería elegido papa con el nombre de Calixto II. ¡Qué bien nos hubiera valido el apoyo del papado en épocas posteriores!
El heredero del trono, el joven Sancho, fallecerá apenas con 15 años en la Batalla de Uclés, por lo que, a pesar de los reiterados matrimonios, el rey Alfonso deberá dejar en manos de Urraca, ¡una mujer!, los destinos del reino más importante de la Península, en aquellos momentos.
La decisión no parecía fácil, mas ¿acaso Alfonso no recordaba que su madre, Sancha de León, era la transmisora de la legitimidad monárquica, fallecido su tío Vermudo III en la batalla de Tamarón? ¿No había sido ella la que había conseguido, a pesar de la veleidad de su esposo Fernando que dividiera el reino, que nunca debió pasar por ese trance, mantenerlo unido hasta su muerte?
Desde ese punto de vista, incluso, y para bien ser, deberíamos reivindicar a Sancha, la abuela de Urraca, como la primera reina, y, en realidad, así se interpretó en la época, pues ella fue la que consiguió que el pueblo aceptara a su marido, ella la gran valedora de la construcción de la Iglesia Palatina (la basílica del Santo Isidoro) y la que propiciara que dicho lugar se llegara a situar a la altura de Santiago de Compostela o de la misma Roma.
Pero volvamos a nuestro cometido principal. Reivindicada la figura de la gran Sancha, intentaremos resumir los avatares de nuestra primera reina coronada. (Por cierto, en muy breve plazo, se presentará una biografía del Dr. José María Manuel García-Osuna y Rodríguez a ella dedicada). Y, en primer lugar, insistiremos en un hecho: Urraca era una mujer que, quizá por el simple hecho de serlo, y como se encontraba en la cima de la pirámide social, no disfrutó de una vida fácil. Incluso parecía obligada la crítica contra ella. Ni siquiera ha recibido un tratamiento justo por parte de los historiadores y así hay que constatarlo para nuestra desgracia.
Su niñez, en la que tuvo que sufrir la pérdida de su madre y de sus cinco hermanos, la echó, sin duda, en brazos de su tía, la gran Urraca, la hermana preferida de su padre. Un verdadero gigante debió parecerle a la niña la dómina del Infantado leonés, la gran dama de San Isidoro, la impulsora de las pinturas del Panteón de los reyes, la donante del cáliz que lleva su nombre y al que acompañará siempre la duda si será o no el de la Última Cena, la defensora de las esencias del reino, incluso la salvadora del mismo, en su refugio de Zamora, durante la guerra entre los hermanos y el cerco de dicha ciudad, que terminaría con la muerte de su hermano mayor, Sancho, a manos del soldado del Reino Vellido Dolfos.
Las palabras conmueven, pero los ejemplos arrastran, como suele argumentarse, y estas dos mujeres, probablemente incluso empujadas por el recuerdo y el ejemplo de la madre y abuela Sancha, se atrevieron a ser ellas mismas y a llevar por bandera la coherencia y la libertad.
Nada extraño, deberíamos concluir. Ya el historiador Estrabón recogió la importancia de la mujer ástur en las guerras contra Roma y su influencia en el hogar. Así lo hemos conocido y así se palpa aún, a poco que se profundice incluso en el folklore y los sentires de esta tierra. Los historiadores y los etnógrafos son concluyentes en este aspecto puesto que han llegado a calificar al reino de León como “un señorío de mujeres”. Sí, de mujeres y no de hombres, a pesar de que eran ellos los que parecían encabezar el Estado.
Por esta razón, comenzaremos por insistir en algo que, sin embargo, parece obvio. Urraca I, demostró ser una mujer fuerte, como corresponde a la tradición leonesa, inteligente, convencida defensora de la identidad y de los valores leoneses y fiada únicamente a su conciencia y responsabilidad. Ella era “el rey”, nada menos.
La siembra que, en las leyes del reino, había representado, tanto la tradición como el propio Fuero de León (1017) de su antepasado Alfonso V, todo ello le llevaría a trascender de su condición femenina y de las limitaciones que dicha circunstancia imponía en pleno siglo XII. En resumen, como mujer inteligente y decidida que era, nunca aceptó ningún tipo de limitaciones que, por serlo, trataban algunos de imponerle. Seguro que, en algún momento llegaría a exclamar, “me siento Reina, incluso Emperadora (y no Emperatriz, que eso lo sería la mujer del Emperador), puesto que ese título me viene por derecho de herencia, antes que mujer, y como tal debo actuar y actúo”. El mundo por montera, afirmaríamos hoy.
En aquella sociedad dominada por hombres, una mujer podía tener poder si le venía de familia o lo tenía su marido, pero Urraca I, incluso su abuela Sancha y su tía Urraca Fernández fueron una verdadera excepción… o quizá no tanto. Si escarbamos un poco en la evolución de los usos, costumbres y leyes vigentes en el Reino (Fuero de Alfonso V) podemos constatar ya avances muy significativos que la propia reina, hemos de suponer, contribuiría a revitalizar, puesto que tenía capacidad para ello. Porque, después de todo, ¿qué podía importarle la opinión de los demás, si de ella emanaba todo el poder, en el Reino más avanzado de la época?
Ni siquiera le importaba ser criticada y hasta vilipendiada por romances y por algunos historiadores que, o escribían al dictado, o no se han molestado en analizar la época y sus circunstancias. Como bien sabemos, siempre ha sido más fácil vivir con los errores propios que con los ajenos o los que nos atribuyen. En la concepción teocéntrica del momento, Urraca entendió que solo debería responder ante Dios y su propia conciencia. Incluso esa sería una de las pocas libertades que podría tener una mujer en la época. De ahí el hecho de la incomprensión de muchos de los que la rodeaban, por el simple hecho de querer ser siempre ella misma.
Y por eso nos es doblemente doloroso que, aún en nuestros días, en los que se intenta que la condición femenina cambie de una vez y para siempre, se sigan utilizando razonamientos del todo machistas para menospreciar la figura de una persona, nada menos que la reina de León, que entregó su vida a una causa que, aunque no parecía corresponderle, sintió siempre como suya. Eso se llama, entre otras cosas, responsabilidad y saber asumir el papel en el que nos sitúa el gran teatro del mundo.
Pero que las historias e incluso la historia sigan encumbrando a un personaje como el que eligieron para que fuera su esposo, es claramente descorazonador, si no fuera incluso vomitivo. Alguien (Alfonso el Batallador) que se burla de su esposa, que intriga contra ella, que le hace la guerra, que atenta contra su hijo y que hasta la golpea en público, siendo como es la Reina y señora del reino más importante de la Península, no debería seguir ocupando el lugar que le atribuye la historia oficial. Por eso, tampoco hoy vamos a dedicarle ni una palabra más; no la merece…
Muchos historiadores parecen no haber abandonado aún ni la época ni los prejuicios de algunos de los mayores enemigos declarados de la reina: Diego Gelmírez, el primer Arzobispo de Santiago y, naturalmente, uno de los personajes que más daño han hecho a la historia del Reino de León, el retorcido y mendaz obispo toledano, Rodrigo Jiménez de Rada, enemigo jurado del Reino de León que tergiversó la historia en beneficio y loa de sus señores Alfonso, denominado el octavo, cuando debería ser simplemente considerado el primero de Castilla y su hija Berenguela.
En una fecha como la de hoy fallecía una reina de León, pero también nacía una leyenda de la que no podrían sustraerse, para bien o para mal, cronistas y juglares. Ella fue la que, desde una posición nada cómoda, supo plantarle cara al futuro y hacerse cargo de la herencia de su padre Alfonso VI que fuera llamado Rey Serenísimo, el conquistador de la ansiada Toledo, Emperador y Rey de las tres culturas. Su carácter fue, sin duda, tan fuerte como sus convicciones y así se manifestó a lo largo de su vida.
Que la historia sepa reconocer sus valores y comience a ser, al propio tiempo, un motivo más de orgullo para nosotros los leoneses, aunque solo sea por el simple hecho del reconocimiento que debemos a quien habitó esta nuestra tierra y supo defenderla en circunstancias nada fáciles y hasta trascendiendo de su condición de mujer que tanto limitaba en la Edad Media.
Y, para terminar, una breve reflexión. Nuestra Urraca fue una mujer que ni entonces ni ahora ha dejado a nadie indiferente porque se atrevió a ser ella misma y en esa valentía debemos beber, en los difíciles momentos actuales, para no decaer en el empeño de hacer que lo nuestro, nuestra historia, nuestra cultura, nuestras realizaciones, nuestra identidad, en suma, cobren actualidad y ocupen el lugar que, por derecho, como a ella misma, les corresponde.
Por eso, podríamos concluir, simplemente, que hoy también es el día de la mujer… leonesa, digna heredera y transmisora de los elementos que nos singularizan frente a otras regiones, incluso las más cercanas.
Texto: Hermenegildo López González