Fernando llegaría a León después de los buenos oficios desplegados por su mujer, Sancha, la hija de Alfonso V, el de los Buenos Fueros, a la que los leoneses profesaban un afecto especial.
Remitámonos, a los efectos de una más fácil comprensión de nuestro apunte de este día, a lo ya escrito sobre la Batalla de Tamarón, donde deliberábamos sobre dicho encuentro bélico entre el rey de León, Vermudo III, y el conde de Castilla, Fernando Sánchez, hijo de Sancho Garcés III de Pamplona y cuñado, por partida doble entonces, del citado rey de León. En efecto, Vermudo estaba casado con una hija de Sancho Garcés (Jimena) y Fernando había contraído matrimonio con Sancha de León, tras el nunca esclarecido asesinato de su prometido “el Infant García de Castilla”.
Los desgraciados hechos de esa batalla, en la que había sido muerto, con verdadera saña, el joven Vermudo, habían ocurrido entre el 30 de agosto y el 4 de septiembre de 1037, según don Lucas de Tuy y algunos otros cronistas, “en el valle de Tamarón”; incluso hay un pueblo denominado de ese modo, aunque, como en tantas otras ocasiones, nada es concluyente.
Todo ello, como ya sabemos, había representado una verdadera conmoción social para los leoneses por las consecuencias que se aventuraban. Fernando, como había ocurrido en el asesinato del conde de Castilla aludido, apoyado por los navarros y los castellanos, reclama para Sancha los derechos de herencia sobre el Reino de León y paga, generosamente, a su hermano García por la ayuda recibida (los territorios que siempre habían pertenecido a León, entre el Ebro y el Mar Cantábrico).
Sin embargo, hay que significar, sin tardanza, un primer dato: la entrada en León de Fernando no podrá producirse, de manera inmediata, por la oposición clara de los leoneses y más en concreto del gobernador de las torres de León, Fernando Flaínez, personaje noble, muy entronizado en la curia regia y, curiosamente, primo del rey de Pamplona, Sancho Garcés. Había permanecido, sin embargo, un tiempo alejado de la corte de León, muy probablemente por sospecharle mezclado en la trama del asesinato del conde García de Castilla (Dra. Torres-Sevilla y Quiñones de León), hecho sobre el que cada día quedan menos dudas.
Se aventura, y esta opinión ha hecho cuerpo de doctrina, que Fernando llegaría a León después de los buenos oficios desplegados por su mujer, Sancha, la hija de Alfonso V, el de los Buenos Fueros, a la que los leoneses profesaban un afecto especial. Esta tesis (que compartimos) ha intentado explicar, sin embargo, una apreciación y un estilo de comportamiento de parte de Fernando que, por los hechos (los que justifican verdaderamente el proceder de las personas) derivó en algo del todo punto perjudicial para lo leonés y los leoneses. Se ha llegado a afirmar, por el contrario, que Fernando I sufrió un proceso de “leonesización” a causa de la influencia de su esposa; mas, por lo que constatamos, podemos calificar la tal transformación del rey como de un simple trampantojo.
Entrar en la conciencia de una persona, fallecida, incluso, hace ya casi mil años, se nos antoja del todo punto imposible y, a pesar de ello, ha habido en la supuesta historia “imparcial” sobre el Reino de León, demasiada interpretación muy sesgada y volcada siempre en beneficio de una parte; no hace falta explicitar de cuál de ellas. Repetimos, de nuevo, que los hechos producidos más tarde y hasta las consecuencias de la llegada de Fernando al trono leonés van a suponer, más bien, el comienzo del intento que aún se persigue de “castellanización” de lo leonés, amén de un empeño evidente de ocultación y hasta de apropiación, cuando algo no puede ocultarse, de las realizaciones de los leoneses.
Para nosotros, entonces, con la coronación del navarro Fernando, transmutado en ferviente castellano, y en la que oficia el obispo de León Servando ese 22 de junio de 1038, comienza a variar el signo de los tiempos.
Ese abrazo de las tesis castellanistas, comenzaría, probablemente, primero por la influencia de un orgulloso padre que hasta llegó a intitularse “emperador” y a inmiscuirse en los asuntos privados del Reino de León; y, en segundo lugar, por los incuestionables deseos de los grandes señores del citado territorio que Fernando había llegado a dirigir únicamente, y no por demasiado tiempo, como conde. Por lógico, pues, no estaríamos remitiendo a un día de especial celebración para nuestros intereses.
Los nobles castellanos de la época veían, sin embargo, en aquellas circunstancias, una forma de alcanzar, de una vez por todas, su objetivo de romper sus relaciones con León. La fecha supone, al propio tiempo, el comienzo del derrumbe de una manera especial de interpretar la vida, las relaciones entre las personas y hasta con el medio, además del sentido y alcance de la ley, etc., todo ello propio del Reino de León y que, a partir de aquel momento, comenzaría su declinar.
Cierto es, quizá, que este argumento podría servirnos hasta para interpretar de otro modo, en los finales de la vida de Fernando, su conocido y tan controvertido testamento, aquel que supondrá la división del reino matriz en tres partes (Galicia, León y Castilla). ¿Estaríamos ante un deseo de vuelta atrás, tal como venían evolucionando los acontecimientos, y ante la dolorosa constatación de que lo castellano, por ejemplo, no concordaba, en absoluto, con lo leonés? De ese modo, se aportaría, entonces, una explicación nueva a la discusión, incluso, a nuestro entender, más convincente que a que algunos historiadores esgrimen aludiendo a la influencia que pesaba sobre el rey de “la concepción patrimonial navarra”, algo que le habría llevado a tomar la decisión a la que aquí aludimos.
Sin embargo, el daño ya estaba hecho y la desgraciada decisión de convertir en reino un simple condado que, por otra parte, siempre había mostrado unos innegables deseos separatistas en contra de León, desarrollará, en esa nueva realidad geopolítica, entre otras secuelas, unos incuestionables deseos de apoderarse de los territorios que antaño pertenecían a su padre (León). Así, contra las costumbres de esos habitantes y hasta contra la tradicional forma de gobernar de León surge una identidad, “dirigista, imperialista, colonialista y hasta arrogante”, en acertadas palabras de Carlos Santos de la Mota que hace una perfecta disección de las consecuencias que resultarán, más tarde, incluso, en la visión centralista del Estado; y no solo en un inmediato futuro sino en uno lejano (hoy nuestro presente), en el que el entonces denominado Reino de León sigue peleando por encontrar su camino de reafirmación identitaria.
Esta reflexión nos lleva también al convencimiento de que nos encontramos, tanto en este aspecto aludido, como en algunos otros, con un rey, Fernando, de quien muchos historiadores han hecho un mito en la más pura expresión de la “unidad” de España (recordemos que este concepto ni siquiera existía) y sus valores, siempre, a partir de ahora, y curiosamente, desde la óptica castellana. Sin olvidar tampoco que algunos aún, significadamente muchos de ellos carentes de la más mínima formación histórica, siguen haciendo demasiado daño a la realidad de la misma, puesto que continúan afirmando, entre otras lindezas, que Fernando fue “el primer rey de Castilla”, que cuando se coronó rey de León “se unieron, por primera vez, Castilla y León”; mas duele hasta leer en palabras de un leonés que “Fernando fue elevado, por voluntad de su padre Sancho el Mayor, a la condición de rey de Castilla”. (Puente López, J.L. 175: 2010).
¿Cómo atreverse, entonces, a cuestionar dicha “unión” sin enfrentarse al más acendrado e impoluto establishment? Quienes lo hacen, evidentemente, serán “condenados a las tinieblas exteriores”, sin ni siquiera pararse a pensar que lo que se busca, únicamente, es la verdad y el camino perdido por esta colectividad leonesa; perdido o, cuando menos, semi oculto entre la hojarasca de una desacreditada visión de la historia y los intereses bastardos y ya indisimulados de algunos.
Mas, volviendo al momento de la llegada al trono de León del conde Fernando, cabe además señalar que no solo encontró la oposición clara del Gobernador de las Torres de León, del pueblo más inmediato y de determinadas villas, sino que, de acuerdo con lo que nos han transmitido la Crónica Silense y la Najerense, el conflicto y la disconformidad con su nombramiento se extendió, al menos, durante unos 15 años. De esta manera se explica, incluso, en una breve biografía de Fernando I publicada en la Real Academia de la Historia, “Acaso por estos avatares, y la lucha con los nobles, en esta primera etapa aparece en la documentación con un mayor afecto hacia las tierras castellanas. Se puede suponer que se sentía en ellas más protegido y comprendido por los condes de Castilla, que por la indisciplinada nobleza leonesa y gallega”. Palmario, sin duda.
A lo largo de esos mentados años, incluso se paralizó el objetivo más importante de las monarquías ibéricas: la extensión de sus territorios hacia el Sur, a costa de los musulmanes. Así lo refiere el cronista de Santa María la Real de Nájera: “Ocupado durante dieciséis años en resolver los conflictos internos de su reino y en domar el feroz talante de algunos de los magnates, ninguna incursión fuera de sus fronteras pudo emprender contra los enemigos exteriores”.
En efecto, cabe deducir que los tenía en casa y hasta en su propia familia puesto que tuvo, finalmente, que combatir contra su hermano García Sánchez en la batalla de Atapuerca 16 años después de su coronación (1 de septiembre de 1054), con el resultado de la muerte de dicho hermano, algo que le perseguirá toda su vida.
Luces y sombras, entonces, de un reinado que, a nuestro juicio, debe someterse a una especial revisión, sobre todo a los efectos de un estudio profundo sobre el cambio de timón que se produce tras la presencia en el Reino de León de un personaje ajeno totalmente a la tradición histórica del mismo.
- Textos: Hermenegildo López
- Fotografías: Martínezld