La soberbia conduce a grandes desastres; pero, curiosamente, los biógrafos a sueldo no han incidido demasiado en este aspecto fundamental. Para ellos será siempre, Alfonso el de las Navas y no precisamente, Alfonso el de Alarcos.
Cierto es que la Batalla de Alarcos podría considerarse un acontecimiento que no incumbiría directamente ni al Reino de León ni a sus intereses. Sin embargo, el nieto del Emperador Alfonso VII, el denominado Alfonso VIII (para nosotros, simplemente, Alfonso I de Castilla, rey entre 1158 y 1214), cometió tal cúmulo de errores, en aquel momento, que los mismos repercutieron, no solo en su reino, sino en el resto de los reinos peninsulares.
Este Alfonso nació en Soria el 11 de noviembre de 1155. Su padre Sancho fallecería apenas un año después de heredar el reino, en 1157, por lo que había llegado al trono apenas con tres años de edad. Esta situación de aparente o real debilidad había animado a los demás reyes cristianos a invadir parte de sus territorios, algo que suponía una verdadera afrenta, tanto para el, como para el propio Reino de Castilla. Esta circunstancia se convirtió en su primera obsesión; recuperar las zonas que le habían arrebatado, tanto su tío, Fernando II, el rey de León, como el rey de Navarra, Sancho VI.
Se forjó, entonces, en el joven monarca, un carácter belicoso que, más tarde, trasladaría a sus incursiones en tas tierras del Sur.
Y, como no se trata de resumir aquí su biografía, avancemos al momento que nos interesa, al mes de julio de 1195. La relación de fuerzas ha cambiado y, por ejemplo, tenemos, en el Reino de León, un joven rey, también llamado Alfonso que, apenas hace 7 años ha convocado una reunión a Cortes en la cual, por primera vez, quizá con escándalo por parte de los otros reyes, el leonés ha aceptado la presencia de los hombres del común, “los hombres buenos”. Entre las disposiciones (Decreta) que se han aprobado, hay una de muy gran alcance; Alfonso Fernández se ha comprometido a “no declarar la guerra ni a firmar la paz sin el consentimiento de las Cortes”. Este decreto ni fue ni ha sido bien entendido por parte de algunos historiadores que siguen interpretando decisiones de nuestro Alfonso como si se trataran de algo personal y no a la luz de una legislación aprobada en esta magna asamblea.
En este contexto, Castilla ha firmado una paz (¡cuántos reproches le han llovido a León por haber hecho otro tanto!) con los almohades (año 1190) que son los que gobiernan en los territorios del Sur.
A punto de expirar dicho tratado, el califa Abū Yūsuf Ya’qūb al-Mansūr tiene que volver precipitadamente a sus posesiones del norte de África pues han surgido importantes revueltas en los citados territorios.
Intuyendo la debilidad de los almohades, algunos señores de Castilla, principalmente acaudillados por el arzobispo de Toledo, Martín López de Pisuerga, comienzan a hostigar a sus enemigos y llegan hasta los muros de Sevilla en su afán predatorio. Este cambio de política no podía no ser contestado por el califa. Así, ordenó reunir un gran ejército para dar una lección que sus enemigos tardarían en olvidar. Incluso se cuenta una anécdota que viene a incidir en el carácter de Alfonso Sánchez; al parecer, habría escrito una nota de desafío al califa, retándole al combate, en la Península o incluso en el norte de África. Aquello vendría a colmar los ánimos de Abū Yūsuf, amenazando que reuniría un ejército nunca visto (este también había, al parecer, olvidado el que Abderramán III había preparado para acabar con Ramiro II, el Invicto de Simancas), el cual reduciría a polvo a aquellos orgullosos cristianos.
La promesa enardeció a todos los musulmanes, de un lado y de otro del Estrecho y, en efecto, consiguió reunir un enorme ejército que algunos cifran en unos 30.000 guerreros.
La llegada de las tropas de África se produjo el día 1 de junio y el califa se encaminó hacia Sevilla y Córdoba. Allí, el 30 de junio, se entrevistó con Pedro Fernández de Castro, llamado el Castellano que, opuesto a Alfonso Sánchez, había reunido algunas tropas que combatirían en su contra.
Aquel enorme ejército salió de Córdoba, atravesó Despeñaperros y se dispuso a destruir los castillos de Salvatierra y Calatrava donde estaban acampados algunos miembros de la Orden de Santiago y la de San Julián de Pereiró (la futura de Calatrava). Estos caballeros intentaron detener a los enemigos, pero el número se impuso al valor; fueron prácticamente exterminados. Cuando las noticias llegaron al rey castellano, solicitó la ayuda de todos los reyes cristianos de la Península (León, -Alfonso Fernández el Legislador-, Navarra -Sancho VII el Fuerte-, y Aragón Alfonso II el Casto-), al parecer, la bravata había caducado y parecía imponerse la lógica de la guerra.
Se trataba, especialmente, de impedir que los almohades ocuparan o destruyeran el valle del Tajo, que se había ido repoblando y consolidando como frontera desde el rey Alfonso VI de León, el conquistador de Toledo.
Según cuentan los cronistas, el ejército que avistaron los cristianos, el día 16 de julio, era de tal magnitud que no alcanzaban a ver el final del mismo. Sin embargo, en esta tesitura, en lugar de razonar cuerdamente, Alfonso Sánchez decide no esperar la llegada de las topas solicitadas, que ya venían en su ayuda. La opinión mayoritaria es que no quería compartir con nadie la gloria de un triunfo que, por más que se lo dictara su soberbia, era del todo punto improbable.
Los más avisados especialistas en este tipo de batallas le aconsejarían, sin duda, retirarse hasta Talavera, donde ya había llegado su primo Alfonso Fernández, pero, en algunas ocasiones, el orgullo puede más que la prudencia y el buen juicio. Del otro lado, sin embargo, el califa esperó la llegada de todos sus efectivos; así que decidió que presentaría batalla el día 19.
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Testimonios no nos faltan para hacernos cargo de la carnicería ocurrida en torno al denominado “cerro de la cabeza” donde se situaron las tropas califales y los voluntarios llegados de muchos de los territorios del islam. A los pies del citado cerro discurre el río Guadiana y a “dos tiros de arco” se encuentra el lugar que ha dado nombre a este desastre de Alarcos (los musulmanes lo denominaban ma’rakat al-Arak), situado a unos 8 Km de Ciudad Real.
De parte de los cronistas cristianos, encontramos el relato de los hechos en la Crónica latina de los reyes de Castilla y, sobre todo, en la conocida obra del Arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada, De rebus Hispaniae. Del lado musulmán son de interés innegable los relatos de los historiadores Ibn AbdelHalim y Rawd al-Quirtas.
Según los citados relatos, y en un rápido resumen, constatamos dos aspectos importantes: la minuciosa preparación de la batalla por parte de las tropas musulmanas y la improvisación, no exenta de valentía y hasta temeridad, de los cristianos. Así, a pesar de la caballería pesada de los cristianos, unos 10.000, al mando de Diego López de Haro, y sus repetidas embestidas, al final, la misma se verá cercada, sin ser capaces prácticamente de romper las primeras líneas de sus enemigos que les diezmaba sistemáticamente con los arqueros y la caballería ligera. De otro lado, el calor hizo mella en caballos y jinetes, viéndose forzados a presentar la rendición si no querían ser completamente aniquilados, pues aún quedaban, sin haber entrado en combate, gran parte de los efectivos que acompañaban al califa que se encontraba en retaguardia, acompañado de sus mejores tropas.
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En el momento de la rendición, cabe mencionar, de nuevo, la figura de Pedro Fernández, el Castellano que, aunque prácticamente no intervino en la batalla, sí sirvió para encauzar las conversaciones entre vencedores y vencidos. En las condiciones establecidas por los triunfadores, se contemplaba que los que habían quedado con vida podrían retirarse; mas 12 caballeros debían quedarse como rehenes hasta en tanto no se pagara un fuerte rescate. Se dice que nadie vino a satisfacer su liberación por lo que, algún tiempo después, serían decapitados.
Naturalmente no podemos atenernos a cifras concretas, ni de combatientes ni de caídos en esta batalla (dependen del lado al que quiera inclinarse el cronista) pues se nos ofrecen números del todo punto imposibles; incluso, en un recurso muy socorrido, determinadas crónicas nos recuerdan, como en otras ocasiones, que “el número excedía el cómputo de los astros”. Tampoco es creíble que, en el castillo de Alarcos (que, por cierto, estaba sin terminar) se hallaban encerrados 20.000 cautivos. La razón es clara: sencillamente, no cabrían.
Dediquemos ahora algunas líneas a citar a los más importantes personajes caídos en la batalla; de parte de los cristianos, habría que señalar, por ejemplo, los obispos de Ávila, Segovia, Sancho Fernández de Lemus, el Maestre de Santiago, Gonçalo Viegas, Maestre de la Orden de Evora, etc.
Del lado de los musulmanes, con pérdidas mucho menores, como hemos señalado, destacamos al visir Abu Yahya y al jefe de los voluntarios benimerines, AbiBakr.
La repercusión y las consecuencias, sin embargo, de esta gran derrota fueron muy importantes; de un lado, la noticia alcanzó, de inmediato, toda la cristiandad y hasta el Papa Celestino III (el conocido e influyente GiacintoOrsini) conminaría a todos los reyes cristianos para que sumaran sus esfuerzos en el combate contra los musulmanes.
Estos recuperaron de inmediato todas las posesiones de la Orden de Calatrava, la mayoría de las fortalezas de la frontera y hasta llegaron a acercarse peligrosamente a Toledo. Por todo ello, el desgaste y la paralización en la conquista de parte de los castellanos, se vio detenida durante años.
Esta debilidad de los cristianos, impulsó a los musulmanes a retomar aquellas conocidas correrías, en este caso, por el valle del Tajo, paralizando aún más el avance de los mismos.
Por lo que hace al Reino de León, citaremos que Pedro Fernández, el Castellano, pasó a León, a las órdenes del rey Alfonso Fernández, del todo enemistado con su primo Alfonso Sánchez, ejerciendo el cargo de Mayordomo Mayor.
Y una última reflexión para terminar; podemos afirmar, sin ningún género de duda (conociendo, claro está, los resultados) que todo ese dolor y esas pérdidas en vidas, se hubieran evitado, si Alfonso Sánchez hubiera mostrado un mínimo de cordura, tanto a la hora de plantear la batalla cuanto en la decisión de no esperar la ayuda de las tropas que, sin embargo, había solicitado. La soberbia conduce a grandes desastres; pero, curiosamente, los biógrafos a sueldo no han incidido demasiado en este aspecto fundamental. Para ellos será siempre, Alfonso el de las Navas y no precisamente, Alfonso el de Alarcos.
- Textos: Hermenegildo López
- Fotografías: Martínezld