Alfonso, el castellano, utilizó una vanguardia (un lugar nada fácil, por lo tanto) en forma de cuña en la que sobresalían los voluntarios leoneses
Por más que se escriba y se elucubre a favor o en contra, no cabe duda que nos encontramos ante “uno” de los episodios bélicos más importantes de la Alta Edad Media hispana. Sin embargo, hay batallas que pasan a la posteridad con tintes de leyenda homérica y otras que, injustamente, han sido condenadas a un olvido más que inmerecido. Simplemente no interesa recordarlo, no vaya a ser que, de ese hecho, se derive alguna gloria para los vencedores…
¿Cómo no recordar, a este respecto, la de Simancas que tuvo lugar entre el 1 y el 6 de agosto del año 939? Sí, aquella que enfrentó al gran rey de León, Ramiro II el Invicto, contra el más grande de los califas de la Córdoba más pujante y esplendorosa, el omeya Abd al-Rahmán ibn-Muhámmad (Abderramán III), también conocido con el sobrenombre de al-Nāṣir li-dīn Allah. El diseño que había trazado el citado califa pasaba por un único objetivo, acabar, de una vez y para siempre, con aquel odioso Reino de León que había osado enfrentarse a los todopoderosos vecinos del sur, hasta derrotarlos ya en varias ocasiones. El destino no lo quiso así, y el engreído Abderramán dejó, en los campos de Simancas, además de miles de muertos, su prestigio militar, junto con su Corán personal y su cota de mallas de oro. A partir de entonces, se cerraron, asimismo, las posibilidades de extender su poderío más allá de los Pirineos. Ciertamente, algunos historiadores franceses lo siguen recordando y agradeciendo.
Solo faltó un detalle para completar el triángulo de la historia además de los beligrantes: el relato. Los cronistas no quisieron, no supieron o no pudieron convertir a Ramiro en un semidiós como sí harían 273 años más tarde con otro rey, en este caso también cristiano, pero, por sus actuaciones, no menos fatuo que el Califa aludido, Alfonso I de Castilla (VIII, en ese extraño cómputo de los reyes castellanos que pretenden sumarse a los del Asturorum Regnum y a los del Legionensis Regnum).
Ya hemos expresado nuestra opinión respecto a la Batalla de Alarcos, por lo que no es necesario abundar mucho más en este sentido; pasaremos, entonces, a ocuparnos directamente de esa batalla singular que es descrita por algunos como la única, la singular, la definitiva, la simpar, la paradigmática… como si no hubiera habido ninguna anterior de su talla (o aún mayor) ni se registraría, en el futuro, nada comparable.
Una primera duda: si así hubiera sido, ¿cómo explicar que los reyes cristianos tardarán, aún 280 años, en expulsar a los musulmanes de las tierras de Hispania? ¿Cómo privarse de imaginar a ese Alfonso glorioso, cabalgando a lomos de su brioso corcel que, siguiendo las huellas del invicto Ramiro II pisara las playas de Almería y expulsara a los enemigos de la fe, de una manera inmediata? ¿O es que también a él se le opusieron condes sediciosos con ganas de “autonomía”? Nada nos cuenta la historia a ese respecto… ¡Qué suerte tuvo el hombre!
Digamos, ya de entrada que, tras las Navas de Tolosa, por mucho y bien que cantara los hechos el navarro Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo y vocero de Alfonso I de Castilla, el avance hacia el sur sería mínimo. Si lo comparamos, sin embargo, con las consecuencias de la victoria de Simancas, Ramiro consiguió repoblar Salamanca y toda su zona de influencia llegando hasta Talavera de la Reina.
¿No estaremos, pues, ante un relato bien urdido y mejor divulgado? Muchos y diferentes líderes, a lo largo de los tiempos, han tenido a su servicio, grandes tejedores de historias… Y qué bien lo ha recogido el futuro…
Conste, previamente, que no tratamos de superar aquí el límite, si siquiera físico, de lo que hacemos, habitualmente, por lo que volvemos a insistir en el hecho de que esto no es más que una reflexión rápida que trata de poner al posible lector en el camino de descubrir, en este prisma que componen los relatos históricos, otras visiones que no tienen por qué ser despreciadas a priori; únicamente pedimos, “abrir el campo” de la especulación y que cada cual, con otros elementos de juicio, valore por sí mismo.
Recordemos entonces, brevemente, el contexto histórico. Tras los avances del gran rey Alfonso VI de León, el conquistador de Toledo, los reyes taifas, fundamentalmente Sevilla y Badajoz, temiendo por su futuro, llamarían en su auxilio a los almorávides. Siempre se ha utilizado este término para designar a una especie de monjes soldados (semejantes a nuestras clásicas órdenes religiosas), procedentes del sur del Marruecos actual, que practicaban la religión islámica de manera mucho más integrista.
Con los tiempos y la relajación de sus costumbres, fueron substituidos por los almohades, que, desembarcados en Hispania, en 1145, consiguieron una nueva unidad con el objetivo común de hacer frente a los avances cristianos.
En el norte, por la misma época, encontramos un reino pujante y preeminente, el Reino de León que, sin embargo, en décadas posteriores, va a partirse en tres pedazos: el reino matriz, León, una nueva realidad geopolítica al este, Castilla, y otra mucho más novedosa al oeste, Portugal. Los problemas comienzan, entonces, con los enfrentamientos entre estos nuevos reinos y la debilidad de los cristianos parece acentuarse, con lo que apenas se producen avances en sus conquistas en el sur e incluso algunos (Castilla) sufren grandes derrotas como la de Alarcos.
Llegamos así a 1212; ante el estancamiento producido, el papa Inocencio III concede una bula para que todos los cristianos se enfrenten a esta nueva amenaza que avanza por el sur de la Península, comandada por el califa de los almohades Muhammad An-Nasir, el Amir Al-Muminím o Príncipe de los Creyentes, cuyo nombre deformado pasó al castellano como Miramamolín.
Después de la predicación de esta cruzada por toda la cristiandad, se van concentrando una serie de tropas, de lo más variopinto, incluyendo voluntarios del otro lado de los Pirineos, en la imperial Toledo. De allí parten, según Jiménez de Rada, el 20 de junio del citado año, en sucesivas jornadas de unos 20 kilómetros hacia el lugar del encuentro que se presume definitivo con los musulmanes.
Los voluntarios franceses, después de una serie de hechos muy poco edificantes, deciden volver a sus lugares de origen; el botín no era tan abundante como, al parecer, presumían.
El resto de las tropas procedían, y estaban comandadas por los reyes de Castilla (Alfonso I), de Aragón (Pedro II, el Católico) y de Navarra (Sancho VII, el Fuerte, un verdadero gigante, cuya estatura superaba los 2’10 cm) a quien para convencerle tuvieron que acudir al propio papa puesto que sus relaciones con Alfonso, el castellano, no eran, en absoluto cordiales, dada la voracidad de este último, en lo tocante a sus territorios.
El último en llegar sería el gran rey Sancho VII el Fuerte de Navarra, que se vio muy presionado por el Vaticano para que olvidase las afrentas y los agravios múltiples recibidos por parte de Alfonso VIII, incluyendo expoliaciones sufridas por él y por su propio padre Sancho VI el Sabio de Navarra
Y aquí llegamos a uno de nuestros puntos de interés; según se nos cuenta, “no intervinieron”, sin embargo, ni su primo Alfonso IX de León ni el rey de Portugal, Alfonso II. Las razones de este último estaban muy próximas a las del leonés que trataremos de concentrar en los párrafos siguientes.
Sin referirnos ahora al sacrificio de los judíos leoneses del Puente del Castro, en el intento de ataque a la urbe regia por parte de Alfonso I de Castilla, sabido es que los litigios entre ambos Alfonsos eran casi continuos; que los afanes expansionistas del castellano no cejaban y que, incluso, no había devuelto una serie de castillos de frontera que le habían sido hurtados al Legislador y que este reclamaba con insistencia, ante una más que supuesta alianza entre Portugal y Castilla para repartirse el Reino de León.
Sabido es, también, que, en la debacle de Alarcos, la prepotencia y orgullo del castellano, no solo habían desembocado en una humillante derrota para los cristianos, sino que la sangría había sido excesiva, incluso vista desde el campo enemigo, cuando la situación hubiera podido revertirse solo con haber esperado la llegada de unas tropas de ayuda que, además, habían sido solicitadas y, por lo mismo, se habían desplazado de sus lugares de residencia. Alfonso IX no parecía dispuesto a repetir lo acontecido entonces.
Pero lo que no se comenta nunca es que, en 1188, se había producido un hecho que, seguramente, había llenado, no solo de estupor, sino de estremecimiento y hasta puede que de antipatía al resto de los reyes de la época: el leonés Alfonso había convocado una curia plena en la que, por primera vez, los “hombres buenos” de, al menos, 9 ciudades de su reino, habían participado, en igualdad con los otros poderes del Estado. En dicha magna asamblea se habían aprobado disposiciones tales que vendrían a cambiar la relación de fuerzas en el Reino; y una de ellas, entre las más importantes, estaba el hecho de que el rey no podía “ni declarar la guerra ni firmar la paz” sin el consejo de esos hombres buenos a los que hacemos referencia.
En aquellas circunstancias, ¿se habían pronunciado a favor de apoyar a quien venía intrigando, de manera constante, por la frontera este del reino? Ni el pueblo, ni su rey se fiaban de Alfonso I de Castilla. Así se explicita en la Crónica Latina de los Reyes de Castilla: “Muerto el rey Fernando (Fernando II de León), su hijo, que entonces era adolescente, temió ser privado del reino por el poder de don Alfonso, glorioso rey de Castilla, cuyo honor y fama había llenado gran parte del orbe, y que entonces era terrible y muy de temer por todos los reyes vecinos, tanto sarracenos como cristianos”. Muy significativo, entendemos…
A pesar de lo dicho, también se viene afirmando, en un casi ominoso silencio, es cierto, que, aunque el rey Alfonso no participó, sí lo hicieron “algunos” caballeros leoneses. Sigamos ofreciendo la verdad a medias que es como más crece la mentira…
Determinados hechos que deben ser tenido en cuenta al respecto: en la batalla de las Navas, Alfonso, el castellano, utilizó una vanguardia (un lugar nada fácil, por lo tanto) en forma de cuña en la que sobresalían los voluntarios leoneses, comandados por dos importantes personajes de la misma nacencia y condición: Fernán Gutiérrez de Castro, pertiguero mayor de la Orden de Santiago y Sancho Fernández, infante leonés y medio hermano de Alfonso, en otro lugar no menos importante de la misma encontramos también al conde leonés Gonzalo Núñez de Lara, uno de los nobles más distinguidos en la batalla.
¿No es acaso una prueba de la participación de los leoneses, incluso con el consentimiento del rey?
Un dato más; el Maestre de la leonesa Orden de Santiago, Frey Pedro Arias, que había estado, junto con sus caballeros, en lo más encarnizado de la batalla, fue, según las crónicas, muy malherido y, al parecer, cinco meses después falleció.
Esa fue la verdadera contribución leonesa a la Batalla de las Navas de Tolosa en la que, según algunos siguen insistiendo, los leoneses apenas participaron… Gracias por tanta magnanimidad.
De otro lado, se ha llegado hasta a especular que Alfonso IX esperaba una derrota de su primo en las Navas de Tolosa para atacar su reino; toda una retorcida y mezquina consideración que se deshace con el hecho simple de recordar que, antes de la propia batalla, el leonés había roto su pacto de no agresión con los almohades; pactos que, hemos de señalarlo una vez más, no fueron exclusivos de los leoneses (a pesar de excomuniones e interdictos) sino que los diferentes reinos utilizaron, en función de sus intereses particulares.
- Textos: Hermenegildo López
- Fotografías: Martínezld